
«Atalía» de Jean Racine, en la traducción de Eugenio de Llaguno (1754)
Nathalie Bittoun-Debruyne
Eugenio Llaguno y Amírola (trad.);
Josep Maria Sala Valldaura (coaut.)
Durante años, los dieciochistas relacionábamos a Eugenio de Llaguno y Amírola sobre todo con la segunda edición, la de 1789, de la Poética de Ignacio de Luzán: al haberse encargado de publicarla en la imprenta de Antonio de Sancha, la historiografía intentaba averiguar en qué medida Llaguno había podido cambiar y ampliar el texto del zaragozano, que había muerto en 17541. Su muy relativa fama se debía, pues, a una leve intervención en un texto ajeno, lo que resultaba y resulta a todas luces injusto para quien fue un notable literato, en el sentido más amplio de la palabra, además de un importante funcionario.
Su
vinculación con los principios neoclásicos le
llevó a traducir Athalie de Racine, publicada en 1754 por el
impresor Gabriel Ramírez de Madrid con el título
Athalía, tragedia de Juan Racine, traducida del
francés en verso castellano, por D.
Eugenio Llaguno y Amírola. Permaneció sin
estrenarse hasta 1804. Mucho antes (otoño de 1774) se
representó en el teatro de El Escorial, siendo José
Clavijo y Fajardo director del Teatro de Sitios Reales, La
joven isleña, «puesta en
castellano el año 1770»
2.
Se trata de una comedia en un acto, traducción de
La jeune
Indienne (1764) de Sébastien-Roch-Nicolas Chamfort
(Lafarga 1988: entradas 305-307). De todos modos, no es seguro que
Llaguno vertiera dicha pieza al español, pues Antonietta
Calderone la atribuye a José López de Sedano, quien,
según un recibo del 8 de julio de 1779, cobró 900
reales de la compañía de Manuel Martínez por
la traducción de esta obra de Chamfort (López de
Sedano 1984: 27). Podría tratarse de versiones distintas del
original francés, que todavía iba a merecer la
atención de Manuel Bretón de los Herreros.
Bastantes
años anterior a La joven isleña, el motivo
de la traducción de Atalía resulta mucho
más claro, incluso porque el prefacio está dedicado a
María Josefa Manrique, esposa de Agustín de Montiano;
así lo inicia: «La enseñanza
de la casa de V.
S. que me estimuló a emplear los ratos ociosos en
esta traducción»
. En efecto, Montiano había
publicado en 1750 y 1753 las tragedias Virginia y
Ataúlfo, precedidas ambas de un Discurso sobre
las tragedias españolas. En el segundo sigue fielmente
los preceptos horacianos cuando justifica el teatro como un modo
idóneo para enseñar, y otro tanto hace Llaguno al
precisar la intención que le ha movido a traducir
Athalie:
Llaguno parece
haber leído las obras de Racine desde una voluntad
didáctica que ha privilegiado la dimensión religiosa
del autor francés, incluso por encima de la moral: su
última tragedia, Athalie (1691 y estrenada en 1716) es «la plus divine, mais la
plus concrète de Racine»
(Niderst
1975: 158) y en ella se muestra meridianamente «la figure centrale de
tout l'univers racinien: le schisme»
(Barthes 1963: 121). El literato alavés se da perfecta
cuenta de la estrechísima vinculación entre las
palabras, las acciones y los caracteres del texto francés
cuando «formó Racine dos diversas
pinturas: una de los malos, y otra de los buenos. Estos, en medio
de los peligros, conservan siempre aquella tranquilidad hija de la
virtud»
.
En Athalie, el cisma entre el
Bien y el Mal nace de una desobediencia de alcance teológico
y teleológico pero que tiene consecuencias equivalentes en
el plano de lo civil, en el destino social y político. El
Sumo Sacerdote y Joas personifican el aleccionamiento de una
historia con la suficiente sublimidad para inspirar piedad y
terror, y, gracias a sus palabras y conductas más que a las
de la impía y un tanto secundaria Atalía, la obra va
cobrando su plural relieve temporal y acrónico. El templo de
Jerusalén donde ocurren los hechos se convierte así
en la Civitas
Dei y en la Civitas hominis, por lo que en materia piadosa
Athalie
incluso va más allá de Esther, más
apegada al destino del pueblo judío. Juan Andrés
indica que para excitar «los afectos que
inspira la religión»
, ninguna tragedia supera
«la Athalía, donde en
realidad se presenta la religión en su grandeza y en todo su
verdadero esplendor»
3.
Para explicar la elección de esta tragedia, no cabe desdeñar, por otra parte, que
(Sala Valldaura 2006: 114) |
Desde un punto de
vista más general, traducir a Corneille y a Racine se debe
al deseo de implantar en el teatro español la
tradición del teatro reglado y, particularmente, el
género sublime, como modelo estético y moral. Se
pretende así emular la mejor literatura dramática
europea y cumplir con las funciones que Horacio había
asignado a las tablas. Asimismo, según Ana Cristina
Tolívar, se intentaba políticamente establecer un
paralelismo entre la Francia del siglo XVII y la España del
siglo XVIII, ambas bajo el gobierno de los Borbones. En este
contexto, y falseando en gran medida la realidad, «Racine significa jansenismo, academicismo y
absolutismo [...], y esto es lo que en el XVIII español
equivale a regalismo y oficialismo cultural extranjerizante, lo que
incluye teatro a imitación de los franceses»
(Tolívar 1995: 60-61). No parece, con todo, ser un objetivo
principal, ya que Llaguno elimina precisamente del prefacio de la
Athalie la
única alusión a Francia hecha por Racine:
(«Préface») |
En la defensa moral y religiosa de su tarea, recurre a las informaciones aportadas por Louis Racine en Mémoires sur la vie de Jean Racine, que acompañan a la mayoría de ediciones del siglo XVIII. Además de referirse explícitamente a Ataúlfo, el prefacio menciona también la traducción del Británico, por Saturio Iguren, es decir, Juan de Trigueros, impresa dos años antes que la de Llaguno en las mismas estampas4. Según sus respectivos prólogos, ambos comparten la conveniencia de dar a conocer a Racine, pero sus opciones estilísticas a la hora de traducir son dispares, pues Juan de Trigueros escoge la prosa, alejándose un tanto de lo preconizado por la Poética de Luzán5. Llaguno, por su parte, se singulariza al mostrar un cierto conocimiento del ambiente de Port-Royal, Saint-Cyr y el jansenismo, antes de argumentar y proclamar sin dudas que Athalie no sólo es el fruto más perfecto de Racine, sino la mejor obra del teatro francés.
Por tanto, hay una
primera tentativa de dignificación de la literatura
dramática castellana al comienzo de la década de los
cincuenta, que se relaciona con el género sublime y que
pasa, a la vez, por definir el papel moral y estético del
teatro con coturno, por recordar elogiosamente las tragedias
españolas de épocas anteriores frente a las
críticas extranjeras y por publicar obras originales y
traducidas, aunque sólo sumen cuatro. Sin aspirar más
que a llegar a un público culto, las cuatro obras -la
versión de Juan de Trigueros, las dos de Montiano y, a su
sombra, la traducción de Llaguno- prolongan la voluntad
reformadora y neoclásica de Luzán (que acababa de
regresar de París) y Nasarre mientras la ponen en
práctica. Beneficiándose de las bondades del texto de
partida pero también de su propio talento y de su
competencia lingüística, Llaguno fue quien, de los tres
dramaturgos, más cerca se quedó artísticamente
de tan loables deseos. Además, «por estas mismas fechas cabe situar una
traducción anónima en prosa de La Thébaïde, y,
hacia 1759, la que de Andromaque realizó Margarita
Hickey»
(Tolívar 1995: 62).
La elección
por parte de Llaguno de una obra de tema bíblico no se
relaciona con la práctica jesuítica, sino con el
deseo de mostrar la posibilidad de escribir tragedias y de que
éstas no tengan el amor por eje argumental, de acuerdo con
los principios más estrictos del neoclasicismo. La
intención, pues, que guía al literato alavés
al traducir a Racine es la misma que la declarada por Montiano en
su primer Discurso sobre las tragedias españolas.
Buscar alguna conexión con circunstancias políticas
coetáneas carece de fundamento, ya que ni siquiera parece
defendible asociar su Ataúlfo con el ensalzamiento
de la «política exterior
'pacifista' de Fernando VI»
, según la muy
aventurada hipótesis de Juan José Berbel (2005). Las
alusiones a que el monarca está sujeto a la ley aparecen
también en Virginia, del propio Montiano, y
formaban parte, al menos en teoría, del pensamiento
político mayoritariamente aceptado, al igual que la
condición «bárbara» del pueblo en todo lo
que afectaba al poder. En consecuencia, no suponían
conflicto alguno réplicas como ésta, en boca de Joad
(o Joyada):
(IV, 4) |
Tampoco la piedad,
prudencia y afabilidad del príncipe, el providencialismo o
la responsabilidad que el rey tiene ante Dios podían ser
objeto de discusión política entre las elites
políticas españolas de mediados del Dieciocho, aunque
el carácter teocrático de la monarquía ya no
fuera para algunos pensadores ilustrados tan defendible. En todo
caso, en Athalie se cumple la voluntad divina, mal que le
pese a la cruel reina: «Impitoyable Dieu, toi seul as tout
conduit»
(V, 6). La última
réplica de la tragedia lo sanciona con absoluta rotundidad,
pues está en boca del Sumo Sacerdote que ha cuidado al
niño, ya convertido en el legítimo rey de
Judá:
|
(V, escena final) |
De todos modos, Llaguno ejecuta su tarea con extrema prudencia en lo que concierne a la religión y al gobierno, según ejemplificaremos más abajo.
La
traducción de Llaguno -valga como primer comentario
crítico y síntesis del cotejo con el original de
Racine- es sumamente cuidadosa y muestra una muy alta competencia
del francés. Tal cuidado se pone de manifiesto, por ejemplo,
en alguna precisión añadida a las dramatis personæ del
original francés; en el cambio de varias acotaciones por
didascalias implícitas en las réplicas o viceversa;
en la trascripción de las referencias en notas a pie de
página (con la excepción de una, pero
añadiendo de su propia cosecha otra); en el desplazamiento
de unos versos finales de la escena séptima del quinto acto
a la siguiente, y, sobre todo, como veremos, en el modo de
versificar. El detenimiento con que trabajó se pone asimismo
de relieve en que corrige los «quatre-vingts fils de
rois»
(II, 8) de Racine por «setenta hijos de un rey»
, fiel al
pasaje del Segundo libro de los Reyes: «Acab tenía setenta hijos»
(2,
10), que fueron degollados, según se lee poco
después. En la misma réplica, los «neveux» de David valen lo
mismo que «nietos», de acuerdo con el testimonio
bíblico; no se trata, sin embargo, de un error, pues Racine
usa «neveu» con el
etimológico sentido latino en otras tragedias, como
Phèdre
o Esther.
El
hipérbaton empleado por Llaguno es el característico
del sermo
sublimis y el léxico se ajusta al de Racine, con una
muy ligera tendencia a simplificar y a aclarar: así, donde
Joad pregunta más elevadamente «D'où vous vient
aujourd'hui ce noir pressentiment?»
(I, 1),
leemos «Abner, ¿qué dices?
/ ¿Qué recelos son esos?»
, acaso
también por motivos métricos. Voluntad clarificadora
tiene sin duda esta amplificación: «¿Satisfaces tu celo solamente / con decir
temo a Dios, su Ley respeto?»
, pues Racine había
escrito «Je crains Dieu,
dites-vous, sa vérité me
touche»
(I, 1).
En alguna
ocasión, hoy podría parecer una traducción
algo torpe lo que en el siglo XVIII resultaba correcto e
inteligible: «Cette
scène, qui est une espèce d'épisode,
amène très naturellement la
musique»
(prefacio) pasa a ser en Llaguno
«A esta escena, que es una especie de
episodio, la viene naturalmente la música»
, ya que
el verbo «venir» vale como
«acompañar», de acuerdo con el uso
coetáneo y una de las acepciones recogidas por el
Diccionario de Autoridades.
Las muy escasas
omisiones de versos del comienzo de Atalía se deben
tanto a un escrupulosísimo respeto por la monarquía,
según diversas acotaciones añadidas
corroborarán, como a una gran preocupación por no
socavar ni poner en duda la bondad de la justicia divina. De
ahí que haya suprimido de una réplica de Abner dos
versos: «Comme si dans le
fond de ce vaste édifice / Dieu cachait un vengeur
armé pour son supplice»
(I, 1), o
que haya obliterado de sendas réplicas de Joad «Le sang de vos rois
crie, et n'est point écouté»
y «Quand Dieu par plus
d'effets montra-t-il son pouvoir?»
,
también en la escena inicial, y en la siguiente: «A-t-il près de
son roi fait serment de se rendre?»
(I, 2).
Más allá de su propio amor por Dios y la
monarquía, su prudencia puede haberse acentuado por el miedo
a una censura harto timorata a la hora de aprobar obras teatrales,
máxime cuando Atalía iba dirigida a un
público influyente. Una amplificación parece ayudar a
explicar dichas supresiones y ratificar así las ideas del
alavés a propósito de la relación entre Dios y
la monarquía. A pesar de que Racine había escrito
sólo «Il faut que
sur le trône un roi soit
élevé»
(I, 3), se lee en
Llaguno:
(«Su mano» alude a la mano de Dios) |
La falta del verso
«Le peuple
s'épouvante et fuit de toutes parts»
(II, 1) podría vincularse con el papel positivo que va a
desempeñar al final de la tragedia, aunque abunden los
calificativos que degradan al «vulgo», especialmente
cuando sigue a la impía Atalía: «bárbara
turba» o «villana tropa». La maldad de Mathan
quedaba mínimamente atenuada al referirse a Athalie de este
modo: «D'un vain songe
peut-être elle fait trop de compte»
(III, 4), lo que el traductor español habrá preferido
eliminar para no suavizarla. Por otro lado, «Et sur quoi j'ai voulu
tous deux vous consulter»
(II, 5),
también sin haber sido traducido, aporta muy escasa
información en el desarrollo de la sintaxis dramático
narrativa.
Se observa de
nuevo una cierta tendencia a la clarificación
didáctica al verter «Déplorable héritier de ces rois
triomphants, / Ochosias restait seul avec ses
enfants»
(I, 1) como «Sólo Ocosías y sus hijos eran / De
nuestras esperanzas el apoyo»
. Intensifica en algunos
pasajes: «Et verrait à ses pieds
tous les rois de la terre»
(I, 1) pasa a ser «Sujetando humillados / bajo su pie los reyes de
la tierra»
; «prêtres»
se
convierte en «infames
ministros»
y «tumulte»
en «tumulto sedicioso»
, en la segunda
escena del acto segundo; «ici»
y «main»
(II, 5), en
«odioso sitio»
y «vil mano»
; «Du vil Dieu de
l'Égypte a conservé les
temples»
(III, 6), en «Del vil Dios del Egipto ha conservado / Los
detestables templos»
. Cabe explicarlo por cuestiones
métricas, como usar el calificativo «profano»
aplicado a «templo»
(III, 3) en una ocasión
tras haber prescindido de él en otra (II, 5), pero ello no
es óbice para que Llaguno haya escogido tales adjetivos
valorativos en un mismo campo semántico y con una indudable
intención enfática de carácter negativo.
Acerca de la
estructura textual, Llaguno conoce, obviamente, el modo
español de separar las escenas, y aunque en la literatura
dramática francesa cualquier cambio de configuración
supone siempre el inicio de una nueva, como traductor no sigue
idéntico criterio al comienzo del segundo acto; de
ahí que el texto español tenga ocho escenas en vez de
nueve. Poco amigo el clasicismo del aparte, dada su
condición de licencia contraria a la ilusión y la
verosimilitud, Racine se vale de él en una sola oportunidad,
en la escena segunda de la última jornada, por razones
dramáticas más que deícticas o narrativas, lo
que el traductor respeta. Por otro lado, al final del acto segundo,
escena tercera, Llaguno pone en boca de Zacarías lo
formulado por Salomit y viceversa: afecta cuatro réplicas;
la primera, la que empieza por «¿Por quién, oh madre,
[...]»
. Ignoramos si procede de la fuente francesa
consultada, si le pareció más propio de los
personajes o si se debe a un descuido o errata.
En Llaguno, el
tratamiento de los signos de representación obedece a un
buen concepto de la teatralidad. Por tanto, el texto de llegada no
sigue tan rigurosamente el original francés, añade
más que quita acotaciones y ratifica así su tendencia
clarificadora. Agrega didascalias icónicas, alguna que otra
de carácter motriz y, especialmente, cuida los tonos, gestos
y movimientos en el quinto acto, cuando la tensión
dramática se acrecienta. De ahí las dos didascalias
motrices kinésicas con que salpica una larga réplica
de Abner: «arrodíllase»
,
quizás sugerida por los versos, y «levántase»
(V, 2), y las
acotaciones de señalización de personas y la
indicación tonal de la escena siguiente. En la
penúltima escena, la mayor libertad estructural permite que
Atalía abandone el escenario siguiendo a los levitas, y en
la postrera, se precisa que Joas ha bajado del trono. Tal
referencia al trono corrobora el cuidado de los lenguajes
extraverbales por parte de Llaguno, pero especialmente su deseo de
enaltecer la monarquía y de fortalecer el respeto y la
obediencia hacia el rey en la parte final de la tragedia.
Así, pues, traslada la afirmación «De votre nom, Joas, je
puis donc vous nommer»
(IV, 4) a un
más prudente y formal «¿Que
ya puedo llamarte Joas?»
, y materializa lo que los versos
de Racine tan sólo sugerían al haber añadido,
en la traducción, la acotación «Zacarías se arrodilla a los pies de Joas,
y después se abrazan»
. En Atalía,
el trono, la genuflexión y el abrazo se convierten en
metonimias simbólicas visibles, escenográficas, de lo
que representa la restauración del monarca
legítimo
El ejemplo más incontrovertible se encuentra ya muy cerca de los últimos momentos, en la escena quinta del último acto: donde la Athalie de Racine indicaba que se descorría la cortina, la de Llaguno abunda y precisa dibujando un cuadro encomiástico y jerarquizado de la monarquía:
Descorrida la cortina, se ve a Joas en su trono; a la derecha, de rodillas, su nutriz; a la izquierda, Azarías, con la espada en la mano; Zacarías y Salomit, de rodillas, en las gradas del trono, y muchos levitas a los lados, en pie, con espadas desnudas en las manos. |
Podría
sorprender la generalización del tuteo, impensable en una
tragedia francesa pero que Montiano elige también tanto en
Virginia como en Ataúlfo. No creemos que
se deba al doble uso del vos, ya para dirigirse a personas de gran
dignidad ya para hablar con inferiores. Debía sonar
más natural en una tragedia que, por lo demás, no
abusa del lenguaje arcaizante o del vocabulario poético:
sólo algún «infelice»
, pues el empleo del futuro
imperfecto de subjuntivo no extrañaba en los registros
más cultos y literarios.
Como poeta, el talento de Llaguno queda atestiguado porque jamás su verso aparece forzado por la isometría o por la rima, en las ocasiones en que recurre a ella. El haber optado por verter los pareados alejandrinos con alguna libertad favorece que la traducción no caiga en la monotonía, tan temida y denostada por la crítica neoclasicista, ni tenga que incurrir en perífrasis o reducciones alejadas del texto francés. Tal elección a favor de la libertad es, sin duda, el resultado de una reflexión compartida y hablada con sus maestros Luzán y Montiano y con quienes habían fundado la Academia del Buen Gusto. En efecto, Llaguno se sirve de endecasílabos pero admite, para lograr una mayor flexibilidad, su combinación con algunos heptasílabos, y, sin rehuir la rima de un modo bastante intermitente, prefiere a menudo el verso blanco.
Frente a los constantes pareados en verso alejandrino de Racine, la escena final de Atalía recurre a la rima en un grado mayor al habitual, lo que da pie a que pueda ser utilizada como muestra del proceder de Llaguno. El desenlace obliga a un especial cuidado estilístico, pero no deja de ser un buen ejemplo de su práctica general: a un endecasílabo repartido con la escena anterior, siguen otros dos y, tras un heptasílabo, nueve más, antes de que la obra se acabe con un heptasílabo encabalgado con las once sílabas últimas. En total, trece endecasílabos y dos heptasílabos. Llaguno va intensificando las homofonías, a partir de criterios cercanos a la libertad de la silva: la rima en «-ada» aparece en los versos 2, 4, 7 y 8 para perderse en el 12 en la asonancia de «-arca», cuando ya antes había empezado a atar en «-ido» los versos 9, 11 y 14; la rima llegará a reemplazar los versos blancos, pues el antepenúltimo y el último riman en «-ente».
Los coros, tan raros en la evolución posterior del género sublime en España, no sólo sirven de enlace entre un acto y otro, sino que también incrementan la variedad rítmica de la tragedia, aligeran tanta gravedad conceptual y complejidad sintáctica y consiguen que no se rompa, con intermedios totalmente ajenos a la pieza, su desarrollo y sus necesidades en orden al clímax. Los vierte al castellano de un modo admirable, buen dominador del verso de arte menor y de las necesidades tanto del canto como del declamado; basta con prestar atención a la fluidez del coro y sus voces del segundo y el tercer actos.
En consecuencia,
no sorprende que Leandro Fernández de Moratín (1944:
316), pese a ser parco en elogios, alabara Atalía:
«traducida en muy buenos
versos»
. Añádase que Juan de Aravaca, claro
defensor en diversos dictámenes del buen gusto y futuro
miembro de la Real Academia Española, aprobaba en el suyo,
sin reservas, la tarea de Llaguno; así, como puede leerse al
final de la edición:
El traductor hace ver que nuestra lengua sabe conservar la gracia y energía del original. [...] El verso que usa es el más propio del poema dramático, a quien conviene una versificación parecida a la prosa, que realce el estilo, mezclando artificiosamente la sublime sencillez que corresponde a la conversación familiar de los grandes personajes con las gracias de la harmonía y la cadencia, que sin duda hallarán los inteligentes en el verso libre. |
(«Primera aprobación», s. p. [143]) |
Desde su
publicación, por tanto, la recepción crítica
de Atalía fue muy laudatoria, también en la
aprobación por parte de su maestro Ignacio de Luzán:
«Esta traducción es muy propia y
muy elegante, y los españoles lograrán en su lectura
o en su representación un provechoso y honesto recreo, sin
los riesgos a que suelen exponer otras obras dramáticas
escritas sin el arte y la buena moral que ésta»
(«Segunda aprobación», s. p. [147]). El propio
literato lo refrenda, con mayor entusiasmo, a propósito de
las tentativas trágicas de mediados del Dieciocho:
Don Agustín de Montiano ha tenido el loable intento de despertar a la nación e inclinarla al buen gusto con sus dos tragedias Virginia y Ataúlfo; y con el mismo fin se han hecho algunas traducciones del francés, dignas de particular aprecio, como la del Cinna de Corneille por el marqués de San Juan; y con más razón, la del Británico de Racine, en que Juan Trigueros se igualó cuanto podía esperarse de la prosa a la pureza y energía del original; y la Atalía por don Eugenio de Llaguno, cuya versificación no desaprobaría el Eurípides de la Francia, si se viese trasladado en ella. |
(Luzán 1977: 410-411) |
Desde las huestes
clasicistas y reformadoras del teatro español, se
fraguó y perpetuó la idea según la cual, del
cotejo del texto español con el original, se infería
que el buen gusto y el talento de Llaguno podían servir como
ejemplo de las dificultades y cualidades de una buena
traducción, mientras se valoraba la excelente
elección, al ser considerado Racine como uno de los grandes
autores y Athalie como una de sus mejores tragedias, sino la
mejor. En cambio, en 1788, Ignacio Garchitorena debió ser el
primero en oponerse al parecer general de los neoclásicos:
halla «la traducción muy desigual
al original francés»
6
y condena sin paliativos que haya elegido el endecasílabo
blanco en la mayor parte del texto. Ignoramos si dicho juicio puede
ayudar a identificarlo como autor de la anónima
traducción, «casi literal y en
alejandrinos»
(Tolívar 1995: 65)7,
de la última tragedia del dramaturgo francés.
Después de
un oratorio sacro basado en la Athalie raciniana que Comella consiguió
representar en 1800 (véase Tolívar 1989), el «provechoso y honesto recreo»
debido a
Llaguno pudo llegar a las tablas; habían pasado cincuenta
años desde su publicación, cuando la
traducción del alavés fue programada en varias
ocasiones en el teatro de los Caños del Peral: se
estrenó como Joas restituido al trono de David o
Atalía junto con un concierto propio de Cuaresma el 25
de febrero, se mantuvo hasta el 28 y volvió a montarse el
10, 13 y 15 de marzo (véase Andioc y Coulon 1996: II, 631).
Tuvo una buena acogida por parte del público, a juzgar por
las recaudaciones: 10663 reales de vellón, 9663 (en
domingo), 6210, 5034. Sin embargo, en las funciones de marzo,
cuando se programó sola, sin el concierto, descendió
a 3841, 3059 y 3346 (Andioc y Coulon 1996: I, 510), lo que supone
que gozó en realidad de un favor más discreto. Las
Efemérides de la Ilustración de
España, del 2 de marzo de 1804, quizás llevadas
por su entusiasmo por el original francés y la
traducción, «un monumento de
nuestra lengua»
, se lamentan con estas palabras: «Si la representación no ha tenido en
Madrid un éxito proporcional al mérito de su
composición nada prueba contra su bondad»
( Coe
1935: 22; la misma referencia para la cita siguiente). Las propias
Efemérides del 19 de febrero de 1804, es decir,
unos pocos días antes del estreno, ya habían cantado
las excelencias de Racine y Llaguno: recogían la idea de que
Athalie se
sostiene «sin amor, sin episodio y sin
confidentes»
y encomiaban la versificación
francesa y la «versión tan fiel
como hermosa»
del español.
Se repuso los días 16 a 21 de abril de 1811, con el mencionado título de Joas restituido al trono de David o Atalía (en el Madrid «libre», el título parece cobrar una lectura políticamente circunstancializada), en el teatro del Príncipe. El Diario de Madrid avisó sobre lo que constituía una verdadera rareza en la programación teatral, quizás para satisfacción de los espectadores:
El coro permanente de levitas de uno y otro sexo y de sacerdotes del templo ocupa con sus cánticos los entreactos de esta tragedia, a imitación de las antiguas griegas y latinas, y aunque esta prevención está de más para con las personas instruidas, otras que lo son menos pudieran extrañar esta novedad en el teatro, y consultar acaso lo que más contribuye al esplendor de esta tragedia y su perfección literaria. |
(Romero Peña 2006: 279; se lee Joseph restituido ..., pero parece ser una errata) |
Con motivo de
tales funciones, en las páginas de la Gaceta de
Madrid, del 22 de abril de 1811, J. A. aseveraba: «No creo que se haya visto nunca en el teatro
español pompa igual a la que acaba de tener
Atalía. Decoración, trajes, servicio, todo
ha sido rico, majestuoso, teatral y solemne»
(cit por Coe
1935: 22). Y Emilio Cotarelo lo remacha: «la cosa gustó sin duda por lo
extraña»
(1902: 316), con la aplaudida
actuación de Isidoro Máiquez como Joas.
Los historiadores
contemporáneos han proseguido con tal cadena de alabanzas
críticas a la labor de Llaguno; el primero, Charles B.
Qualia, quien emplea estos términos: «His diligent and
painstaking work is manifested in the polished verses and clear
style. The eighteenth century does not offer many examples of work
of this quality»
(1939: 1065). I. L.
McClelland señala también que Atalía
destaca entre las tragedias traducidas durante aquel siglo:
Athalie goes soberly into Llaguno's Spanish, without the tonal shading or stylistic subtleties of the original, but at least without violent clichés or worse artificialities than, for example, these overaccommodating negatives: |
||||||
|
||||||
The art of translation was still to be developed, but, for the times, Llaguno was conscientous. |
(McClelland 1970: I, 81) |
Por su parte, como
estudiosa de las traducciones españolas de las obras de
Racine, la mencionada A. C. Tolívar concluye que la
Atalía de Llaguno inaugura la serie de las del
teatro del clásico francés como «un proyecto innovador y un ejercicio de
estilo»
, frente a quienes, los que denomina «aristocráticos»
, se dedicaron
a ello por divertimento y a un tercer grupo de profesionales de la
escena, más interesados por el éxito que por la
fidelidad (Tolívar 1995: 66). J. A. Ríos (1997: 76)
sigue a Tolívar cuando suscribe que Athalie «fue brillantemente traducida en 1754 con un
sustancioso prólogo por Eugenio de Llaguno y
Amírola»
, lo que el curioso lector podrá
comprobar a renglón seguido.
- ANDIOC, René. 1976. Teatro y sociedad en el Madrid del siglo XVIII, Madrid, Fundación Juan March-Castalia.
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