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ArribaAbajo Tarde

Marcelo del Mazo


«Julio 4. En respuesta a mi silencio, recibo una esquela con tú pregunta: «¿Es temor o es olvido?» En verdad, huirte, ¡huirte!

¿Temor? quizás, por ti; no cándido, sino de ser desleal. ¿Recuerdas cuando te escribía: «más los amantes que los amigos?...» Y bien, me ha obligado a pensar en mis inconstancias tu penúltima en su precavido reproche: «no herirás, no lastimarás mi alma...» Te equivocas. Si nos hubiéramos conocido en mi inocencia, el amor, al unirnos, habríame encarrilado en un normal: pero ahora, estoy envilecido...

Irma, un varón solo teme ir hacia el lecho de sus hermanas.

Nos hemos desencontrado muchísimas lunas, y hoy ya no sé amar... te sacrificaría. No busques un supuesto exquisito: anhela un buen impulsivo, devoto en su pasión. Nuestro idilio cerebral es perturbador; se opone a la llana finalidad del sexto sentido y este se vengaría, haciendo del afecto de la alcoba una mixtura de contemplacionismos de claustro y fobias de manicomio.

He sufrido el amor y no quiero reincidir; experimento cansancio. Tus glorias no debe gustarlas mi desafinado cuerpo de joven viejo. ¿Acaso me notas otro desde nuestra conversación? estoy en la misma hora, aciaga, a prolongarse hasta mi día... ¿ves? tengo tonteras fúnebres.

Déjame, secreta y dulce rara, y atrae al viril con bríos para refugiarse, en tu hechizo: repudio el eterno goce, las femeninas beodeces y no me place abrir mi diccionario cariñoso. Deseo envenenarme con mi amargura, como un suicida prefiriendo al placer excitante de la luz la gravedad de la sombra.

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Tu hallarás séquito de tu alma sedienta y de tus tentaciones de fruta en sazón. Mi recuerdo te será el de algún loco entrevista y casi oído. En cambio, jamás mejor amada: has hecho desfilar teas en procesión ante mi escepticismo, en procesión de chispas frente a mis ojos ¡lástima de mis ojos cegados!

Y cuando caiga, vuelca flores en la lápida de tu humano hermano, y si enloquezco antes, ve con tus gracias a mi reja de enchalecado, y, mejoraré, hasta cuando de nuevo, ruede.

Perdóname, novia mía...»



El pobre borracho silenció. Los cristales del desierto bar aún creían estar en los puntos suspensivos de la imaginativa carta y, en los estantes, los vasos tintinearon un concierto de caireles alegres. El borracho hurgueteó con afán en sus bolsillos el precio de otra poción de alcohol y hallolos vacíos... Sentía un grande deseo de continuar la carta... Los mozos desmodorráronse y, como aclaraba, fueron empujando al cliente por la espalda, hasta darlo en la calle.