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«La violencia fue también un mecanismo de defensa contra los unitarios, cuyo record político era de militancia y violencia». Lynch, op. cit., p. 208.

El deseo de justificar la trayectoria violenta del rosismo por parte de los exegetas de Rosas, se apoya en investigaciones sobre las acciones punitivas y de extrema violencia llevadas a cabo por los ejércitos unitarios de sus campañas militares. Se conocen las instrucciones que la Comisión Argentina había dado a Lavalle. Sarmiento no escatima procedimientos cuando de vencer al tirano se trata. Las recomendaciones de la Comisión Argentina en Chile, formada por Las Heras, Sarmiento, Oro, Calle, Zapata, eran tajantes «Cuando el tirano vea que se ejecuta militarmente a sus agentes... entonces tendrá un freno que no tiene hoy». E. Quesada, Cinco estudios sobre Rosas, III, Buenos Aires, 1954, p. 117.

El partido unitario no se andaba por las ramas instruyendo a sus tropas. «Es preciso establecer el maquiavelismo popular; es preciso hacer desaparecer de la superficie del territorio todo lo que haya de impuro. Se me tratará de malvado, pero hay un medio sencillo de colocarse más arriba que los calumniadores, y es exterminarlos». Ibid., p. 117.

Las Memorias de un soldado que Miguel Arrieta escribiera son harto acusatorias contra el ejército de Paz en la campaña de la sierra.

Gálvez cuenta que el General Lamadrid «encarcela y pone pesada cadena en el cuello de la madre de Quiroga, anciana de más de setenta años, destierra a ella y a su mujer y a los niños del caudillo a Chile; acollara a doscientos federales que ha capturado en los Llanos y los hace lancear en su presencia». Gálvez, op. cit., p. 137.

Julio Irazusta acusa a ambos bandos de usar las mismas armas: «El intercambio de epítetos insultantes y soeces que los contendientes se arrojaron a la cara, de salvajes bandidos y anarquistas por un lado, de antropófagos y degolladores por otro, y de esclavos que cada uno decía ser de su adversario, era lo de menos. Las sangrientas represalias era lo de más. Por supuesto ambos bandos se acusaban recíprocamente de haber dado motivo a ellas. Pero sobre ser el alzamiento revolucionario combinado con la agresión extranjera suficiente resorte para descargar la implacable represión oficial, en los últimos meses los unitarios habían llevado la guerra con terrible energía de palabra y de hecho. Las Confiscaciones que la Coalición del Norte aplicó antes que Rosas, en 1840, se habían recrudecido en el interior cuando el litoral había entrado en la era de los desembargos. Las ejecuciones ordenadas por Lamadrid y sus lugartenientes no eran menos numerosas que las ordenadas por los federales. Peor aún, los escesos de las desorganizadas y mal abastecidas tropas de la Coalición habían llegado al colmo». J. Irazusta, Vida política de Juan Manuel de Rosas a través de su correspondencia, III, Buenos Aires, 1947, p. 120.

Alberto Ezcurra Medrano escribió Las otras tablas de sangre en respuesta a las Tablas de sangre de Rivera Indarte en las que sienta su tesis de que «La tiranía no fue un hombre sino una época en que todos emplearon cuando pudieron los mismos métodos». A. Ezcurra, Las otras tablas de sangre, Buenos Aires, 1952, p. 25. Habla del terror agresor de los unitarios justificando en parte el terror como arma de defensa de los federales. Su tesis sostiene que el terror ni se inició con Rosas, ni fue exclusivo de su régimen, ni acabó en Caseros. «Urquiza renovó en Caseros los degüellos que tan siniestra fama le habían dado en Pago Alto, India Muerta y Vences. El doctor Claudio Mamerto Cuenca fue asesinado mientras curaba enfermos en Santos Lugares. El Coronel Martiniano Chilavert fue ejecutado en forma salvaje. Los allegados del General vencedor le pedían la vida de tal o cual jefe vencido y él se las concedía. Uno de ellos sacó al Coronel Santa Coloma de la capilla de Santos Lugares y lo hizo lancear teniéndolo por los cabellos». Ibid., p. 107.

De estas fuentes se han nutrido muchos revisionistas a la hora de explicar, aunque no justificar, los errores del rosismo.

 

112

Lynch, op. cit., p. 208.

 

113

Ibid., p. 213.

 

114

Ibid., p. 209.

 

115

Ibid., p. 212.

 

116

Ibid., p. 213.

 

117

En una circular diocesana a los curas Vicarios de Buenos Aires, se recomendaba «Hágales entender a sus feligreses igualmente, que los hombres deben llevar la divisa punzó al lado izquierdo del corazón y las mujeres en la cabeza, al mismo lado; debiendo también advertirles que en adelante procuren abolir la moda que han introducido los logistas unitarios de hacer usar a los paisanos, la ropa almidonada con agua añil, de modo que luego queda un color que tira a celeste claro, lo que es una completa maldad». Lazcano, op. cit., p. 252.

 

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«Con estos colorines y cintajos iban adornados los argentinos y españoles en aquella época, estando prohibidos los colores azul, celeste y verde, porque decían eran de los salvajes unitarios. A la verdad, era bien ridículo todo esto; obligar a un pueblo, a una nación, a que use tales o cuales colores, se vista de este o aquel modo, parece que sólo un pueblo envilecido puede tolerarlo. Sin embargo, examinadas despacio estas ridiculeces, no dejaban de ser efecto de un plan combinado que estaba en completa relación con un sistema de política y educación meditados». B. Hortelano, Memorias de Benito Hortelano, Madrid, 1936, p. 202.

 

119

Lynch, op. cit., p. 215.

 

120

Ibid., p. 228.