Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

El deber del campesinado

Miguel Hernández

imagen imagen

Los hombres que han trabajado las tierras de España; las tierras generalmente duras y poco productivas del agro español. Los hombres que se han dejado sus fuerzas y su salud, en el cultivo de esas tierras, por un jornal reducido o un arriendo que no han podido pagar más que quitando el pan de su boca y la sangre de sus venas: esos hombres y los hijos de esos hombres, vosotros campesinos, que hoy empuñáis el fusil, sabéis poco o sabéis nada la victoria que representa para vosotros derrotar a las clases adineradas que están frente a nuestras trincheras, bajo el nombre de fascismo. No quiero creer que la mayoría de vosotros peleáis por las diez pesetas; no quiero creer que os habéis hecho milicianos por dar de lado al arado y a la yunta o porque no habéis tenido más remedio... Sería indigno de los campesinos honrados que fuera así. Creo que habéis dejado la aldea, la mujer, el hijo y el barbecho, porque habéis visto que Juan, que Alonso, que Saturio, vuestros vecinos labradores más honrados y más perseguidos por los que han sido explotadores y dueños de vuestras haciendas, las han dejado; y los habéis seguido con el presentimiento de que junto a ellos lucháis por un porvenir de abundante pan, y justicia abundante. Pero en las trincheras veis que corre la sangre, que mueren compañeros, que se pasan malos días. Juan, Alonso, Saturio, han muerto con los dientes apretados, y unas palabras de aliento para vosotros y un insulto para sus asesinos, han sido el último rumor de sus vidas. Y vosotros no sabéis si llorar, si insultar también a los asesinos, si dejar el fusil y marchar a donde no se oiga la guerra o si dejaros matar cobardemente. ¿Por qué este decaimiento de ánimo? Sencillamente: porque no tenéis plena conciencia, pleno sentimiento de la muerte de Juan, Alonso y Saturio; de la vida de vuestros hermanos y vuestros hijos y de la maldad de los que han explotado vuestros cuerpos esclavos. En una palabra: porque no queréis la tierra.

Por hambres que pasemos, por muertes que veamos, por sangre que se nos derrame en estos días tormentosos, no podemos reaccionar como borregos, a los que todo se les va en lamentos en balidos tristes. Hemos de reaccionar como hombres que somos: hemos de salir de cada momento difícil con más empuje, con más serenidad, con más alegría. La muerte de cada compañero nuestro, debe ser un puñado más de rabia acumulado en el fusil, que siempre ha de estar atento y vigilante contra las cabezas enemigas.

A vosotros, campesinos, corresponde alentar y disciplinar a vuestros compañeros de trinchera. No los dejéis decaer, agachar la cabeza, encoger las piernas, decir palabras de desaliento. Vosotros, campesinos, por experiencia lo sé, sois los que más sabéis de sufrimientos y necesidades: sed los que sepáis dar mejores lecciones de hombría. Que ni un solo fusil se acobarde a vuestro lado. Que a nadie importe morir por la defensa de su barbecho libre, de sus manos libres para recoger el trigo y la viña.

A vosotros, campesinos, corresponde ocupar el lugar primero en los puestos de combate. A vosotros pertenece la salvación de España. Cada baja que ocasionéis al enemigo, es un palmo de tierra que se libra de tiranos y de imposiciones. Cada muerto fascista, es un montón de estiércol que tenéis para las cosechas venideras. ¿Qué abono más fino podéis desear para vuestros cultivos? Que caiga principalmente sobre vosotros campesinos, la gloria de ahogar en las trincheras al fascismo, como ha caído siempre la de ahogar en los surcos a la cizaña. La tierra, vuestra, España, vuestra y no de italianos y alemanes. Deseadlo con todo el corazón y lo será. Y no penséis en la muerte cuando la tengáis cerca más que para deciros: ¿Cómo la he de temer, si es un solo trago?

Primeros días de un combatiente

Salimos precipitadamente de Madrid, de uno de sus cuarteles, al que yo había llegado unas noches antes desde mi pueblo. Me dieron un fusil. Lo cogí como una cosa extraña y me lo eché al hombro. Me avergonzaba confesar que no sabía manejarlo, porque había tenido tiempo de sobra para ello. Vi que unos compañeros se burlaban de otro que estaba en la misma ignorancia que yo, y me volví a avergonzar y me maldije. Era la madrugada cuando salimos de Madrid. ¿Dónde íbamos?

¡¡¡UNA BUENA SIEMBRA DE TIROS
CONTRA EL FASCISMO, HARÁ UNA
COSECHA BUENA DE PAN!!!

Los coches se deslizaban por una carretera que nunca pisara mi abarca de campesino. Mis compañeros cantaban y yo no podía con mi voz de tristeza. Me empujaban y me gritaban para que cantara con ellos. Uno me dio con una guitarra en el hombro. El alba comenzaba a extender luz sobre los campos. Mis ojos se clavaban en los terrones quietos, y mi mirada descubría debajo de la escarcha blanca y azul bultos de muertos blancos y azules. Llegamos a un pueblo desierto: en las piedras de las calles había sangre y pólvora seca.

¡¡¡LA TIERRA NO SERÁ MÁS QUE
DE QUIEN LA DEFIENDE CON EL
TRABAJO Y CON LA VIDA!!!

Lo primero que hicimos fue mear, y después nos lanzamos a curiosear por las casas despobladas. Entré en un corral, atraído por el olor a establo y tropecé con una vaca que mugió como si fuera su dueño. Cuando volví a la calle, no pude menos de reírme al ver a un compañero vestido de mujer capitalista, con un gramófono que daba vueltas en sus manos y a la espalda el fusil con un lirio en el cañón. Aquello mudó mi humor y mis pensamientos se hicieron más anchos. Comprendí la necesidad de la pelea contra los fascistas con toda claridad y me olvidé de mi madre y de la paz caliente de mi casa. Se oía un estruendo de tiros que me alegraba el corazón y me lo precipitaba. El sol inundó la mañana fría de noviembre y me encontró con la risa en la boca. Entre risas y música de guitarra y ruido de botas comenzamos a desfilar por un sendero y cuando el comandante del batallón dijo ¡alto!, ya conocía yo los secretos del fusil, que me había enseñado, con mucho orgullo y mucha sensualidad de su saber, un compañero cordobés, cazador furtivo y enemigo de la guardia civil en otros tiempos. A la voz del comandante nos detuvimos todos. Venía la aviación enemiga y hubimos de dispersarnos por los barbechos. Las bombas llovieron sobre nosotros. Yo las veía caer tendido boca arriba y el cuerpo me rebotaba en las explosiones. No sé por qué me reía de no ser dueño de mi persona, y mis carcajadas indignaron al cordobés. Se levantó escupiendo tierra y me gritó que el caso no era para risa sino para seriedad. Los trimotores negros se alejaron estruendosamente y nuestros ojos y nuestros insultos los siguieron por el aire hasta que desaparecieron. Al mismo tiempo nos quitábamos a manotazos la escarcha y la tierra que recogieran nuestras ropas.

imagen

A medida que se han ido sucediendo los meses de la guerra,
este gran antifascista, que es el compañero Leal,
ha visto crecer las puntas de su estrella hasta conquistar
el mando de un batallón. Fiel representante de la masa
popular española, el comandante Leal ha sabido llevar
al ánimo de sus soldados una confianza a prueba
de bombas alemanas y de tanques mussolinescos.

M. H.