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«¿Has visto, Sancho, suerte más desdichada que la mía? ¿Has oído de amante que más hubiese hecho por su dama y más tristemente hubiese llegado a perderla? Por la fuerza de mi brazo derroco esa fortaleza y liberto a la hermosa prisionera; ¿mas quién sabe lo que habrá sucedido, y si ella tendrá valor para mirarme cara a cara? -Como servidor de mi señora Dulcinea y su futuro esposo, respondió Sancho, vuesa merced debió haberse asegurado con tiempo, y no anduviéramos hoy con estos gemidicos y estos lacrimicos. -¿Se usará de tanto rigor con los andantes, ¡oh amigo!, repuso don Quijote, que ni en las ocasiones más aflictivas se les ha de conceder un tierno desfogue a su dolor? Si no encomiendo el remedio a la venganza, tenme, Sancho, por hombre muerto y por caballero perdido para el mundo. -Si vuesa merced la hallare viva, replicó Sancho, ¿qué razón habrá para dejarse morir? Libértela sin pérdida de tiempo, y no deje para después el casarse, sin miedo de lo que haya podido suceder. Lo que no es tu año, no es en tu daño, ni hay miel sin hiel, señor. La puerta abierta al santo tienta, y a puerta cerrada suceden las cosas malas. -En buenhora sea todo, Sancho de Lucifer; habré de venir en cuanto desatino propusieres, como pongas punto final a tus refranes. ¿Mas qué dirá ella -163- de este infiel que así ha dejado se la arrebaten y sufre su cautiverio en manos de esos malandrines?».
Sancho Panza, habiendo cogido el sueño, oía poco estas razones, y no oyó del todo las otras muchas que siguió ensartando el enamorado caballero, el cual pasó la noche bajo el poder de los más tristes pensamientos. Llegado el día, se cubrió con sus armas, y vuelta saña su tristeza, iba a salir con ánimo de no postergar ni un instante la libertad de su señora. Cuando halló cerrada la puerta, empezó a sacudirla y dar golpes en ella con tal furia, que hubo de despertarse don Alejo y volar a abrirla. En llegando cerca, oyó que don Quijote acusaba al castellano de complicidad con los raptores, jurando escarmentar a todos, o más bien no dejar alma viviente en ese circuito, ni animales en pie, ni árboles sobre sus raíces, ni arroyos que no enturbiase, ni fuentes que no cegase. Dudó un instante don Alejo si abriría, temiendo que la salutación de don Quijote fuese con su lanza; mas como el estrépito subiese de punto, vio cuán imprudente sería echar leña al fuego, y al tiempo que torcía la llave, se iba expresando de este modo: «¿Tengo cara de alcahuete, señor don Quijote, o ha visto en mí algo por donde venga a sospechar tan indignos tratos? Vuesa merced se ha dado un madrugón en balde; ni debe ignorar que castillos y fortalezas no se abren sino muy entrado el día. Por mucho que le insista el deseo de libertar a la cautiva, no lo podrá sino dentro de algunas horas; y habiendo tiempo para todo, no está puesto en razón que vuesa merced se deje ir tras esa injusta cólera». Dijo esto, y abrió de par en par la puerta. «Vuesa merced excuse mi impaciencia, respondió el caballero, y dispénseme si algún término malsonante ha salido de mis labios. Al verme bajo llave, tuve por cierto que ésta era una superchería de mis enemigos, y me dejé ir, como vuesa merced ha dicho, tras una injusta cólera. -De uso y costumbre es, repuso don Alejo, que los portones de las ciudadelas no se abran de mañana, ni se levanten los puentes levadizos. Le sobra tiempo a vuesa merced para, tomada la primera refección, llevar a debido efecto sus intentos. -¿Qué dice vuesa -164- merced de refección?, preguntó don Quijote. ¿Caso es el presente de pensar en almuerzo ni merienda? Antes me propongo no comer ni beber, ni hacerme la barba, ni peinarme, mientras no haya restituido a la emperatriz a la luz del día y castigado a los raptores. -En esto no hace vuesa merced sino irse con la corriente de la caballería, tornó a decir don Alejo: otro tanto se propuso el marqués de Mantua hasta cuando hubiese vengado la muerte de Baldovinos, que se la había dado a traición el hijo de Carlos Mainete. ¿Y el conde Dirlos no juró sobre un misal
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»Pero no veo que algún caballero se hubiera abstenido del sustento, como cosa tan necesaria para la vida, que sin él, ni aventuras ni hazañas fueran posibles. Antes suelen alimentarse a toda prueba los andantes cuando tienen entre manos una de las de primer orden, a fin de endurar el pulso y dar fuerza al corazón. Así pues, todo lo que sufriría la conciencia, sería que vuesa merced no se afeitase, ni holgase con la condesa, para imitar al conde Dirlos. -Vuesa merced no está en lo cierto, dijo don Quijote; la usanza en la caballería es ayunar las vísperas de la batalla, y aun confesarse y recibir el cuerpo de Cristo; lo cual pudiera probar yo con infinitos ejemplos a cual más autorizados. Basta por ahora el de Beltrán Duguesclin, quien, desafiado por Tomás de Cantorbery, recogió el guante, haciendo saber al mundo que hasta cuando hubiese concluido el duelo no comería sino tres sopas en vino, en honor de la Santísima Trinidad. -¿Pues qué espera vuesa merced para tomar esas tres sopas?, repuso don Alejo. Y todavía yo soy de parecer que sean cuatro. -Dios pague a vuesa merced tan caritativas indicaciones, dijo Sancho sacando la cabeza: si antes nos proporcionaran una cosa de sal, como, verbigracia, una ración de tocino, ya podremos esperar con paciencia el almuerzo. -Habrá -165- de todo, hermano Panza, respondió don Alejo: ¿qué tal os sabrían unos pastelitos de carne y unas empanaditas de queso? -¡Mi padre!, exclamó Sancho; ¡si no hay cosa que más me guste! Mi amo el señor don Quijote es algo melindroso; pero no haya miedo que su escudero se ande con morisquetas. -No haga caso vuesa merced de este tragamallas, dijo don Quijote: lo que ahora me importa y conviene es montar a caballo, dejando para la vuelta el festejarme».
Don Alejo y los demás perillanes tenían concertado hacerle una burla caballeresca, para lo que necesitaban algún tiempo, habiendo ocurrido a la ciudad por ciertos enseres de caballería, como son armas y armadura, y además un mazo de barbas y un hábito talar con que se pudiese componer un ermitaño. «Como la batalla que hoy se ha de hacer, dijo don Alejo, será de las principales, natural es que la haga vuesa merced con todos los requisitos de las grandes aventuras. Si del desayuno se priva, no omitirá, me parece, el confesarse y comulgar, a semejanza de los famosos caballeros que ya pusieron por delante esta diligencia. -El toque está en que yo dé con un ermitaño, respondió don Quijote: ha de ser ermitaño el confesor para que la imitación sea perfecta. En no pudiéndolo hallar, se podrá uno servir de un buen fraile de San Francisco, o sea un capuchino. Ermitaño fue el que confesó a Frorambel de Lucea para la aventura del Árbol Saludable; ermitaño aquel a quien se llegó don Floricer de Niguea en el procinto de la batalla con el rey de Gaza. Tristán de Leonís se confesó con un ermitaño; de el recibió la eucaristía, y encomendándose al Redentor y a su dulce amiga Yseo, embistió al enemigo. En defecto de ermitaño, dos religiosos de San Francisco oyeron a Tirante el Blanco y Tomás de Montalbán, cuando estos caballeros iban a combatirse, no me acuerdo por qué causa. Y aquí es de notar que, no habiendo pan consagrado, se comulgó a estos paladines con pan bendito, sin que de ello resultase perjuicio ni para el sacerdote, ni para los penitentes. -Por falta de pan no quedará vuesa merced en ayunas, dijo el barón de Cocentaina; aquí lo tenemos -166- bendito y por bendecir, ázimo y con levadura. En caso de apuro, se le podrá comulgar con una rueda de molino al señor caballero. -Con ruedas de molino se comulga a los tontos, respondió don Quijote, mirándole despacio; y veo aquí uno que no me huele a Salomón». No era don Quijote de los que tascan el freno: cuando no se remitía a las manos, sus razones herían a los descomedidos como su lanza. Quedose de una pieza el barón, riéronse sus amigos, siguió paseándose el caballero, Sancho Panza se fue a rodear sus animales, y don Alejo de Mayorga se andaba por las puertas de las bellas, invitándolas a salir con esta cancioncita:
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Entre llevarle al huerto, hacerle ver la caballeriza y otras distracciones, llegaron las doce, hora en que el aventurero, puesto a caballo, se partió. Era su ánimo ir, acometer, vencer a los paganos, cortarles la cabeza, libertará su dama, y volver a pasar una noche más en el castillo. Esta esperanza comunicaba algún vigor a Sancho, quien de bonísima gana se hubiera quedado hasta cuando su señor volviera. No vino en ello don Quijote, si bien no faltó por su criado el insinuárselo. «Para hecho tan principal, dijo, no le estaría bien ir sin su escudero, cosa que aún pudiera dar ocasión a que se murmurara de su calidad». Y afirmándose en la silla, estiradas las piernas, como quien montaba a la brida, el yelmo de Mambrino en la cabeza y el cuerno de Astolfo al cuello, salió al camino embrazando su rodela y empuñado de su lanza. Sancho, para quien que daba casi siempre lo peor, no fue tan feliz; porque un perro que estaba a guardar la puerta, tirándosele de repente encima, le dio un susto de dos mil demonios, aun cuando no le mordió de veras. Una vez recobrado el buen hombre, principió por maldecir a don Quijote, quien no tenía noticia de lo ocurrido, pues andaba ya muy adelante; siguió maldiciendo a la caballería y los caballeros; -168- se maldijo a sí mismo, maldijo su linaje, el día en que nació, la hora en que entró al servicio de ese loco, y maldiciéndolo todo en este mundo, cerró con el rucio a mojicones, como si el hubiera tenido la culpa; montó y desapareció fuera del castillo. «Tú más necesitas de espuelas que de freno, le dijo don Quijote cuando sintió que llegaba: ¿por qué diantre tardas, Sancho? Si vienes con pie de plomo, se malogrará el influjo de las estrellas; y te afirmo que hoy nos corre del todo favorable. -Vuesa merced me dejará comer de lobos, sin volver la cabeza, respondió Sancho. Puesto que vuesa merced se aloje bien, cene bien, duerma bien, las estrellas son buenas, y cargue con el escudero una legión de diablos. Si a vuesa merced no se le da un ardite de mis enfermedades, mis necesidades, mis heridas, estoy aquí como entre enemigos, y me voy a mi pueblo. A carrera larga, nadie escapa. Muerto el hombre, muerto su nombre, señor: vuesa merced será el primero en olvidarme, o conozco poco el mundo. Hambre, manta, palos; esto es lo que saco de las aventuras. Vuesa merced lleva el gato al agua, pero la retaguardia a mí me la pican, y la manguardia a mí me la soplan. La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa. Esto se ha de aplicar ansimismo al hombre de bien, porque en ninguna parte está uno mejor que en la propia, y cada cual sabe dónde le aprieta el zapato.
-¿Qué quieres, salteador?, respondió don Quijote, prendido en ira; ¿de qué te quejas, malandrín?, ¿en qué cavilas, truhán?, ¿por qué lloras, apocada y meticulosa criatura? Comes hasta no más, y hablas de hambre; bebes como un zurrón, y te aflige la sed; eres señor de ínsulas, y llamas leonina nuestra sociedad. Pues ¿qué decir cuando me imputas dejadez en tus negocios, indiferencia por tus cuitas, corta solicitud en el remedio de los golpes y las heridas que conmigo vienes recibiendo? ¿Qué ha sucedido y por qué traes esa tirria, embelequero perdurable? Para cada refrán un disparate, para cada disparate un refrán. Te sé decir que me estomagas con ellos y que no estoy lejos de poner yo mismo en ejecución tu sempiterna amenaza, dándote pasaporte -169- para tu aldea o para los infiernos. La gracia que te hago en preferirte a los que se tuvieran por marqueses con sólo ser mis escuderos, no es para que tú andes echándomela a las barbas de día y de noche. Toma el portante cuando quieras, monstruo de ingratitud y malicia, aparador de mentiras, bodega de maldades. Para manifestarte cual eres, has escogido este día, esta hora, los más solemnes de mi vida, en que voy a pelear por la más santa de las causas. Si no ha de ser sino para distraer mi cólera de este grande asunto, ¡no vengas, ladrón! Ni los quebrantos de tu señor y compañero te sensibilizan, ni sus desdichas te duelen, ni sus peligros te asustan, ni su cariño te ablanda, ni sus bondades te cautivan, ni sus mercedes te ganan la voluntad; luego esos condados, esas coronas que te tienes en tu casa, puesto que soy yo quien te las promete, vienen a ser adquisiciones subrepticias, y mis dádivas se tornarán contra mí, si es verdad aquello de: «No dé Dios a nuestros amigos tanto bien que nos desconozcan». Si desde ahora me desconoces, ¿qué será cuando te veas en tu castillo, rodeado de tus vasallos? Entonces me has de declarar la guerra y has de invadir mis Estados en correspondencia de mis beneficios. ¿Qué retaguardia te pican, ni qué manguardia te soplan, pedazo de bayeta negra? Si no fueras un salsa de perro, se te pudiera poner quizás alguna vez a la vanguardia: pero a la manguardia no irás ni al purgatorio; porque eso más tienes de bellaco, que no eres el primero en morirte, ni aun cuando sabes que con ello hicieras una obra de misericordia».
Durante esta invectiva del caballero, el escudero había tenido tiempo de apagar su cólera: viendo que en efecto su señor ni por asomos venía a ser culpable de su última aventura, echó por el atajo confesando en buenos términos el motivo de su impaciencia, y dijo cómo le había salido la lengua de madre sin voluntad ni intención que mereciesen el trepe con que acababa de ser castigado. «¡Voto al demonio!, replicó don Quijote; ¿por qué te andas con rodeos y no dices buenamente lo que te sucede? Cuando un perro se te viene encima, no ocurre sino lo que -170- rezan estas palabras; pues no me levantes torres sobre tan livianos cimientos. Tirante el Blanco de la Roca Salada peleó con el alano y le venció; y tú vienes a morirte de miedo de un pachoncito. -No fue tan pachoncito como vuesa merced piensa, dijo Sancho, sino un dogo como un tigre que no hubiera hecho de mí sino dos bocados. Pero ahora que hemos hecho las paces, señor don Quijote, dígame: ¿adónde y a qué vamos? -¿No lo sabes? Voy a pelear con dos gigantes que tienen cautiva en su fortaleza a mi señora Dulcinea del Toboso. -El año de la sierra no lo traiga Dios a la tierra, dijo Sancho: de estas alturas no hemos de sacar sino desventuras. Acuérdesele a vuesa merced lo de los yangüeses y no se le olvide lo de los batanes. -¿Qué duda te ocurre ahora acerca de mi valentía?, respondió don Quijote; ¿qué indicios tienes para temer el éxito de la batalla? Échame al brazo los siete capitanes que debiendo haber sido reyes por sus hazañas no lo fueron, y si en menos de un per signum crucis no te los devuelvo capados de barbas, di que soy mal paladín y caballero de docena. Aquí no hay sino dos enemigos, y tú sabes si estoy acostumbrado a vencer de cuatro para arriba. La dificultad no está en el combate, sino en que esos paganos se resuelvan a pelear conmigo. Por lo demás, no temas, hijo; antes alégrate y da gracias a la fortuna: los jayanes de aquí arriba son riquísimos: sus tesoros están esperando al caballero que los ha de vencer y matar. Toma para ti cuanto quieras y te guste, Sancho desinteresado; que yo con las armas de mis enemigos me contento. -Eso será cuando vuesa merced hubiere entrado en la fortaleza, dijo Sancho; ¿mas qué hago yo mientras se declara la victoria? -Te entretienes en recoger pepitas de oro de las que deben de abundar por estas sierras. Cuida, sí, de no extraviarte, y ten el oído pronto a las voces con que tu señor te llamará a tiempo.
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Seguía el caballero monte arriba, dándose a todos los diablos de no descubrir la fortaleza, cuando al voltear de un recodo vio un hombre de aspecto venerable, sentado sobre una piedra a la entrada de una gruta. Don Quijote de la Mancha tuvo por bien averiguado que esta aventura se la deparaba el cielo mismo, cuando le ponía por delante el ermitaño con quien se confesara, a fin de que ella fuese a todas luces grande y caballeresca. Oía poco el solitario, o no quería oír nada: ni al tropel del caballo, ni al ruido de las armas del caballero, alzó la vista, embebido en su lectura. Parose don Quijote y se estuvo a contemplarlo un rato, sin saber cómo llamaría la atención del santo hombre. «¡Reverendísimo padre!», dijo. Levantó la cabeza el ermitaño, sin mostrar sorpresa ni alegría, y respondió: «Pacem relinquo vobis. Mi perro no ha dado señales de llegar gente, aunque le tengo velando desde por la mañana para que me encamine a los extraviados. ¿Sois uno de ellos, hijo mío? ¿Venís a mí como penitente, o desengaños y tribulaciones os impelen al desierto en busca de la paz de Dios? Venid, y seréis de los escogidos: la soledad abre los brazos a los desgraciados: al través de ella columbramos lo infinito, como que el silencio desenturbia los ojos del espíritu, predisponiendo el alma para los -172- misterios de la inmortalidad. Sus tres enemigos no tienen cabida en estas regiones: miserias y pesadumbres se han olvidado aquí, que en cien años no se hubieran olvidado allá. El corazón y la fantasía son terrenos abonados para esas plantas venenosas que se llaman amores y placeres, celos y liviandades, sacrificios e ingratitudes, ambiciones y desengaños, soberbias y abatimientos. Queremos lo que nos perjudica, desechamos lo que nos salva: acordámonos constantemente de lo que nos conviniera olvidar, olvidamos lo que debiéramos tener delante de los ojos. Si habéis hecho un favor a uno de vuestros semejantes, guardaos de él, porque él será vuestro enemigo. Si tenéis entregados corazón y hacienda a una de esas que llamáis hermosas, ella os causará las grandes amarguras de la vida. Si sois ricos, dais en soberbios; si pobres, renegáis de lo divino y de lo humano. Si sois poderosos, abusáis de vuestro poder en toda forma; si humildes y desvalidos, la adulación y la vileza son vuestra parte. Aquí, en esta soledad, este monte, le quebrantamos la cabeza al enemigo; cada uno de nosotros somos el arcángel que tiene a sus pies a la serpiente. ¿Sabéis lo que la serpiente simboliza? Serpiente es la soberbia, serpiente la avaricia, serpiente la lujuria, serpiente la ira, serpiente la gula, serpiente la envidia: la pereza no es serpiente, porque no pica; es animal inmundo que duerme en su fango su sueño perpetuo. Ved cuántas de esas fieras bestias os promete expeleros del cuerpo el aire celestial de este retiro. La humildad arrulla aquí como paloma sagrada; la largueza no es necesaria, pues no tenemos qué ni a quién dar nada; la castidad es la flor sobresaliente de nuestros jardines; la paciencia nos habla al oído como genio invisible; la templanza nos da salud y vida larga; la caridad nos teje la corona con que nos hemos de presentar en el empíreo; la diligencia..., la diligencia del alma, hermano; la del cuerpo no es de nosotros: donde el espíritu trabaja, los miembros del cuerpo están descansando. Pensar, orar, llorar, todo es salvarse. ¡Venid, mortal dichoso! A la derecha, si quisiereis; a la izquierda, si gustareis; más arriba o más abajo, ayuso o deyuso, como decían -173- nuestros mayores, hallaréis ermitas desocupadas, que ya las habitaron varones justos. La de fray Atanasio puede conveniros, aunque está algo caediza; pero tiene un corralito para gallinas y aun os será permitido engordar dos o tres puercos, a pesar de que muchos y muy crueles enemigos frecuentan estos lugares: lobos, lobas, jabalices, jabalizas, y otras salvajinas. -Diga vuesa paternidad jabalíes, y ande la paz entre nosotros, dijo don Quijote. -¿Por allá abajo la gente del siglo no llama jabalices a esos abejorros?, respondió el ermitaño. -Jabalíes o jabalices, volvió a decir don Quijote, no pertenecen estos animales al género de los abejorros; ni ha de ir vuesa paternidad a decir jabalizas, a título de que no sabe las cosas del mundo. -Nosotros por abejorros los tenemos, señor caballero. A veces los clasificamos entre los crustáceos, y no estamos del todo libres de reputarlos sabandijas. Como la lenidad de nuestro carácter nos prohíbe las armas de fuego, tenemos sobre nosotros la pensión y el pontazgo de aguantar esas alimañas. Los sitios elevados, señor, son lobosos y jabalizosos por la mayor parte. -¿De manera, preguntó don Quijote, que si toros infestaran las posesiones de vuesas paternidades, ellas vendrían a ser torosas? -Por de contado, respondió el ermitaño, y prosiguió: hago vos saber que no os conviene ese vestido para la vida eremítica en que entráis de cabeza desde hoy día. Deponed ese atavío bélico: si no venís prevenido para el efecto, no faltarán por aquí una túnica propia de vuestro estado, ni cilicios con que os gocéis en el Señor, ni disciplinas con que os azotéis y doméis, ni garfios en que os suspendáis para dormir. La carne, hijo mío, es bestia fiera que nos devora el alma: por sus ardientes tragaderos pasan quemadas las virtudes, en sus vastas y lóbregas entrañas cae y se hunde nuestra felicidad. Tened esto presente de día y de noche, y ved como no os pongáis en mi presencia ni en articulo mortis, porque no hay ermitaño perfecto si la soledad no es su única compañera. ¿Por dicha sois perito en esto de vivir entregado a los santos suplicios del arrepentimiento? ¿Habéis subido alguna vez a Monserrate? Al corazón os tocan, ya lo veo, esas ruinas -174- venerandas que os hablan de los bienaventurados sus habitadores de otros tiempos, y os convidan con las delicias de sus apacibles soledades. Los campos de la fértil Cataluña se dilatan a la vista florecientes y risueños: el Llobregat se va por ellos desenvolviéndose en grandiosas vueltas, y embelesa con sus lejanos relumbrones. Ese que allá se mira, es el puente del Diablo: dicho puente no es más grueso que un hilo de araña: en él se agolpan las almas de los hombres cuando, roto el estambre de la vida, nos engolfamos en las formidables regiones de lo desconocido. Los justos lo pasan sin balanza; a los réprobos se les va el pie y ruedan al abismo».
¡Válgame Dios, y cuál no era la impaciencia de nuestro caballero a la interminable plática del solitario! «Los caballeros andantes, dijo don Quijote, no somos de tela de ermitaños; somos aventureros, y no tenemos lugar fijo, ni residencia conocida. ¿Cómo puedo yo estrechar la órbita de mis obligaciones a los mezquinos términos de una cueva, y convertirme en animal inútil para mí mismo y para mis semejantes, no viviendo yo para ellos, sin que nadie viva para mí? Otro es el objeto de mi venida; y sé decir a vuesa paternidad, que el encuentro que me parecía ordenado por la Providencia ha sido pura obra del acaso. Algunos caballeros s e llegaron al tribunal del confesor antes de la batalla; pero otros no menos famosos no tuvieron por necesaria esa demostración, y no por eso fue ron menos cristianos, ni salieron menos vencedores. Ermitaño, ¿para qué? ¿Para que me cargue el diablo el día menos pensado? Dirigir las pasiones, convertirlas en virtudes, si es posible, tal es el empeño del filósofo, mi reverendo padre. Luchar uno consigo mismo, destruirse, anonadarse sin ventaja para el cielo ni la tierra, es frustrar de sus derechos a la naturaleza, es cometer un delito enorme so pretexto de virtud. Amor nos da Dios para que amemos, caridad para que valgamos a nuestros semejantes, ambición para que aspiremos a la gloria. Déjese vuesa paternidad de esta sandez del ermitismo, y véngase con migo a correr el mundo en busca de las aventuras. Vuesas paternidades -175- trabajan sin provecho en esto de honrar la ociosidad, o más bien cometen un grave pecado. Y no hay esto solamente, sino que muchas veces, después de veinte años de solitarios, bajan y se van a hacer piratas o a vivir renegados entre turcos, si una buena noche de Dios no les da en su cueva un patatús y se van a despertar en los infiernos. No debe de ser vuesa paternidad el previsto para oír mis culpas: écheme su bendición o no me la eche, yo me voy». Y sin gastar más prosa, picó su caballo y se alejó del ermitaño, el cual le seguía con la voz, diciéndole en una muy elevada: «¡Mirad, hijo, que ésas son sugestiones del demonio! ¡Deteneos, extraviado! ¡Volveos, réprobo! ¡Ven acá, mostrenco, alma de cañamazo!». Nada oía el aventurero, y estaba ya a buena distancia, cuando el santo hombre de ermitaño, arrancándose de cuajo su almacén de barbas, dio la vuelta a la gruta, y con más prisa de lo que hubiera sufrido su ayunado cuerpo, voló cerro arriba por un desvío, junto con otros varones justificados que por ahí salieron, de modo que había de llegar a la cumbre muy antes que don Quijote.
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No a mucho de haber andado, oyó don Quijote el son de una bocina y tuvo por cierto que el atalaya le había visto desde las almenas y daba la señal de llegar caballero a los señores del castillo. Requirió sus armas, y puesto el yelmo, baja la visera, a buen paso se fue acercando a la fortaleza. Un barranco altísimo de piedra blanca, que entre la verdura del monte se le ofreció a la vista, fue para él la dicha fortaleza. «Si la del mago Atlante en los Pirineos era de acero rebruñido, iba diciendo, ¿por qué ésta no ha de ser de plata maciza, como ya las hubo en otras partes?». De allí para abajo se venía un caballero cubierto de todas armas, cuyo peto resplandeciente y morrión negro le conciliaban aspecto gentil y marcial. Montaba este caballero un soberbio morcillo con ricos jaeces; un cobertor amplísimo adorna al noble bruto desde el nacimiento de la crin hasta la raíz de la cola. El jaquimón es de cuero oloroso de Marruecos, con rollos y chapetas de la más pura y reluciente plata. El jinete trae caída la babera, y sobre su yelmo se levanta un pendón de plumas rojas. La empresa del escudo es un león rendido a una águila; el mote: Aut Dulcinea aut nihil. «Pelearé con vos, le dijo don Quijote cuando se vieron a tiro de pistola, no como quien pelea de igual a igual, sino como quien castiga y escarmienta -177- a un raptor y ladrón. -Moderaos, caballero, respondió su adversario, y sabed que el caballero del Águila no sufre agravio chico ni grande mientras empuña la cuchilla. ¿Rapto llamáis la obra de la voluntad y el mutuo consentimiento? ¿Rapto llamáis un hecho consumado a la luz del sol? Si vos sois don Quijote de la Mancha, sabed que la princesa a quien servíais ha pasado a ser mi dama por el libre querer de esa señor a quien ha sometido a la mía su voluntad y su hermosura juntamente. -Mentís, replicó don Quijote, y mentiréis cuantas veces afirméis una cosa tan contraria a la verdad y hasta al buen discurso. -Remítase a las manos este asunto, dijo el caballero del Águila; que no es de bien nacidos la soez contumelia, ni de valientes el reñir a injurias. Que la sin par Dulcinea del Toboso tiene puestos en mí sus cinco sentidos, es tan evidente como os lo va a probar Cortacabezas. Así se llama mi espada, a semejanza de las tan famosas que se llamaron Durindana, Fusberta y Balisarda. -Si la mía tuviese nombre especial, repuso don Quijote, se llamaría quizá Joyosa del bel cortar; pero si no lo tiene sabe su deber, como lo vais a ver acto continuo».
El encuentro de los dos caballeros había sido en una meseta o grada del monte, escogida con este propósito por el truhán que había ideado esta aventura. Pudieron por consiguiente los dos paladines tomar distancia, y como volviesen a encontrar se lanza en ristre, tirado el cuerpo hacia adelante, un puente que cubría un zanjón ancho y profundo se alzó como por ensalmo, dejando interpuesto entre los combatientes un obstáculo insuperable. «Alevoso caballero, dijo don Quijote, ¿son éstos los hechos de armas de que blasonáis? ¿Qué tramoya es ésta, Maudén Fulurtín traidor? -Yo estoy por creer, respondió con mucho sosiego el del Águila, que el famoso don Quijote de la Mancha es un cobarde y astuto caballero que se vale del arte mágica para evitar la espada de sus enemigos. Ahora se me acuerda haber oído que el dicho don Quijote hacía la corte a una cierta piruja llamada Leocasta, con la condición y el pontazgo de que ella había de estorbar por cualquier medio la batalla donde él -178- pudiera correr peligro inminente de la vida. Fada aquella de segunda clase, pero a quien no se le ocultan los medios de librar de la muerte a su protegido. Esta vorágine, este puente levadizo no son de mi fortaleza, ni jamás los han visto mis ojos; el espejo de la caballería me hace un reto, y no me reta sino con un estorbo sobrenatural por delante. Si él me ha llamado Maudén Fulurtín, yo, con más fundamento, le he de llamar Fraudador de los Ardides, y por tal le he de tener; no por el verdadero y genuino don Quijote de la Mancha, caballero realmente valeroso y sin reproche. -El mismo soy, replicó don Quijote; el genuino y verdadero, cosa sobre la que tendréis entera convicción, así como pueda obrar mi espada. Mintió por la gorja el que dijo que yo obsequiaba a esa doncella, y no ha oído campanas el que la tiene por mágica de segunda clase: es muy de las principales y de mucha pro y fama, aunque nunca ha dispensado su protección a éste que el mundo conoce con el nombre de don Quijote de la Mancha. Aparejaos a ver por el suelo vuestra cabeza si al punto no reconocéis y confesáis que la sin par Dulcinea no se halla por su libre albedrío en vuestras manos y que la sabia Leocasta no es ni puede ser piruja, ni que el susodicho don Quijote le hace la rueda, como dijisteis». Pero como el puente levadizo no cayese, pidió el caballero de la Mancha que las cosas permaneciesen in statu gano ante bellum hasta cuando cesase el encanto que imposibilitaba la batalla; y acordes en el volver a buscarse los dos paladines, se partieron, el uno hacia la fortaleza, el otro hacia el que él tenía por castillo.
A fuero de leal, Sancho Panza había seguido a su amo y aun presenciado a medio rebozo la escena del ermitaño. Hallábase bajo un árbol cuando vino a pasar don Quijote mohíno y caviloso. «El diablo me lleve, señor, dijo, si el jayán del puente y el solitario de allá abajo no son una misma persona, y si no estamos sobre una red donde caeremos a pocas vueltas. -¿Cómo puede ser eso?, respondió don Quijote: ¿el solitario y el jayán una misma persona? -¿Conoce vuesa merced un ermitaño que se descuaje las barbas, replicó Sancho, y quede igual -179- a uno a quien he visto en el castillo de mi señora doña Engracia? Yo pienso que aquí hay gato encerrado. -Pensar no es saber, dijo don Quijote: el jayán es un desaforado ladrón, sin Dios ni ley: el ermitaño un pobre diablo a quien se le ha pasmado el caletre a fuerza de ayuno. Tú verás esto por tus ojos cuando yo hubiere cortado la cabeza al primero, y reducido al segundo a mejor vida, llevándole a entre cristianos, donde se le quite lo solitario y lo selvático. -El hábito no hace al monje, señor, volvió Sancho a decir. La confianza sin tasa, empobrece la casa; y donde el bobo ve dorado, tal vez no hay sino salvado. -¿Qué va de las necedades que estás ensartando, a la aventura que traigo entre manos?, preguntó don Quijote, mirándole despacio. -Las canas son vanas, señor, repuso Sancho, y no siempre viene con ellas la experiencia: hay quienes viven cincuenta años y no saben la jota ni la ge. Pero dice el refrán: ni fía ni porfía ni entres en cofradía; primero son mis dientes que mis parientes; y primero mi pellejo que esa piruja Leocasta, por quien vuesa merced va a exponer la vida. Mas no dirán que por la boca me pierdo: yo sé que palabra y piedra suelta no tienen vuelta, y me callo». Don Quijote anduvo torcido con Sancho más de una hora, hasta que al desembocar en el valle, casi a obscuras, oyó una voz meliflua, de persona que cantaba apasionadamente en una ventana, que para él fue finiestra de un alcázar, y aun vio las torres y los balcones de plata, de tan soberbio edificio, no siendo ello, en verdad, sino una lechería vieja, triste, de paredes negras y ventanillas tenebrosas. Parose don Quijote al tiempo que decían:
-¿Ahora qué dices, Sancho?, preguntó don Quijote así como hubo callado la sirena. ¿De quién pueden ser estas voces sino de mi cuitada señora, que me recuerda la fe que le debo y me llama a libertarla? Ésta es, sin duda, una sucursal del castillo roquero; una fortaleza más propia para el efecto de tener escondida a tal señora, pues hasta la crueldad amaina ante lo venusto de esa doncella incomparable. Lo que debemos suponer es que sus opresores, no queriendo exponerla a los fríos cierzos de las alturas, la han. puesto aquí al resguardo de algunas dueñas y gentiles hombres. Sancho, hijo, ¿viste el rostro de la mujer divina? ¿No te deslumbró el fuego de esos ojos, no te admiró -181- la blancura de ese cutis, no te inquietó la rubicundez de esos labios entreabiertos? ¿Viste cómo tenía el brazo puesto sobre el barandaje, brazo de Elena, brazo de Hermione, que cual un verso ropálico va subiendo desde la delgada muñeca hasta la más suculenta gordura? ¿Viste esa cabellera, derramada sobre ella a modo de negra capa? ¿Viste ese porte real cuán poético y elegante se mostraba en su donosa posición de estar apoyado sobre el travesaño de oro? Deja, amigo, déjala presentarse de nuevo: la solicitud en que anda no es para que se contente con una sola tentativa. El amor suele ser un adorable porfiado. -Por la salvación de mi alma, dijo Sancho, juro que nada he visto sino el trapo que está columpiando en esa ventanilla negra como boca de horno. Tras él me parece que se halla una persona, la cual no sé si tendrá las propiedades numeradas por vuesa merced. -Como no estás habilitado para estos prodigios, buen Sancho, bien puede ser que a tus ojos no se presenten las cosas como son. Si tocaras la verdad desnuda, admiraras en lo que tienes a la vista lo hermoso, lo suntuoso, lo gracioso; y rendido a la evidencia, confesaras al fin lo que te empeñas en poner en duda. Si no ves, oye a lo menos; quizás el oído sea en ti más sincero que la vista».
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-183-
«Este es el caso de don Gaiferos y Melisendra, dijo don Quijote. Melisendra, robada y encerrada en una torre, sale una noche a llorar su cuita en la ventana, cuando ve a dicha un caballero que va a pasar.
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»Gaiferos responde al pie de la torre:
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»Dulcinea está allí, yo aquí; robada y encerrada ella, errante y desconsolado yo. Y para que todo sea uno, pienso no entrar la fortaleza por fuerza de armas, sino, como el otro sutil enamorado, -184- hago que mi dama se descuelgue sobre mí, y puesta horcajadillas a las ancas de mi caballo, que me sigan Hipógrifo y Rabicán. -¿Cómo quiere vuesa merced, respondió Sancho llevarse a mi señora Dulcinea a las ancas y montada a horcajadillas? -Así se llevó don Gaiferos a Melisendra, Sancho. Cargue yo con la mía, y eso me da que sea a horcajadas o a mujeriegas. Lances tan ejecutivos como éste no exigen que estemos parando en niñerías. Y aun sé decir que hay cierto sabor caballeresco en llevarse uno de ese modo a su amiga, sacándola de una fortaleza por astucia. Vuelve a cantar la prisionera: oye, oye Sancho».
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-185-
Para gran satisfacción de don Quijote y asombro de Sancho, mostró la cabeza una mujer y dijo: «Señor mío, señor mío, ¿conoce por ventura vuesa merced al famoso caballero don Quijote de la Mancha? Debe de hallarse a la hora de esta en Trapisonda, en donde, según pregona la fama, se ha coronado emperador. Si allá fuere vuesa merced, será servido de decille que su esposa Dulcinea se le envía a encomendare, y que era ya tiempo de venir a sacarla de esta torre». Como el aventurero se diese a conocer y le provocase a descolgarse sin miedo, la dama se ingenió de modo que en dos por tres estuvo sobre don Quijote, quien, tirado de rodillas, la esperaba con los brazos en alto, habiéndose desmontado para el efecto. El crepúsculo no se había aún rendido a la noche, y a su luz agonizante se distinguían los objetos en mirándolos de cerca. Vio don Quijote cara a cara a su señora: si la sorpresa y, el asombro fueron grandes, no fue menor la indignación que en su pecho sobrevino. Habiéndose aproximado Sancho Panza, vio unas narices tales, que las del escudero del caballero del Bosque entraran en ellas como en vaina, y aun se zarandearan, por demasiado holgadas. Las trenzas de la hermosa eran dos colas de bueyes mulatos, que venían elegantemente caídas sobre los hombros. Una boca formidable apuntalada en sólo dos colmillos, como la de Asmodeo; y unos ojos que, por lo grandes, más parecían anteojos. Sancho se puso a temblar de la cabeza a los pies; ni don Quijote decía palabra, hasta cuando la suspensión hubo dado lugar a la cólera; y como no era hombre con quien pudiese el miedo, «¡Fementido aborto!, dijo: tú no eres ni puedes ser la señora a quien yo sirvo: huye de mi presencia, soez demonio, o aquí me has de pagar esta superchería». Y como diciendo y haciendo tirase por la espada, la divina incógnita, al ver su amor tan mal correspondido, echó por esos mundos, de modo que no la alcanzaran cuatro don Quijotes. Sancho Panza que, viendo alejarse el peligro, se había repuesto medianamente, pudo ver que la fugitiva llevaba calzones debajo de las faldas, y como iba ella dando trancadas tales, que ni descuartizado él pudiera llegar a la mitad -186- de una, sacó en limpio que la visión no era del género femenino, y preguntó: «¿Estas son las Dulcineas de vuesa merced, señor don Quijote? Vuesa merced tiene el alma en su palma, y puede hacer lo que le guste; y o, ni aunque me dieran una reina encima, me casara con ese vestiglo. Pero dice el refrán: ir a la guerra y casar, nunca se ha de aconsejar. Si a vuesa merced le gustan esas narices, Dios le prospere. -Sandio eres por demás, respondió don Quijote: sólo en tu embrollada imaginación puede caber la extravagancia de pensar que ese engendro es la verdadera Dulcinea. ¿No estás viendo, menguado, menguadísimo, que ésta es obra del mago mi enemigo, y que solamente uno como Fristón es capaz de semejantes transmutaciones? No te atengas a lo que a ti te parece; atente a mi penetración en orden a las cábalas y manipulaciones de aquella estirpe de sabios y sabias que ora nos persiguen, ora nos favorecen, según que despertamos en ellos repulsión o simpatía. Y si no, ¿para qué piensas que son las Urgandas, las Morgainas, las Ipermeas, las Ardémulas, las Tarantas, las Linigobrias, las Almandrogas, las Melisas, las Zirfeas? ¿En qué piensas que vienen ocupados los Artidoros, los Artemidoros, los Merlines, los Alquifes, los Atlantes, los Silfenos y el nigromante sin rival que vive en la temerosa Selva de la Muerte, digo aquel Fristón que me persigue de su particular ojeriza? Allí tienes al encantador Arcalaús, mortal enemigo del famoso Amadís de Gaula. Otros magos y magas se ocupan, al contrario, en proteger a los caballeros andantes y en librarlos de las redes que les tienden sus envidiosos. Mira ese carro que viene por el aire, envuelto en esa nube: mira cómo la nube se abre de improviso y deja ver en medio de ella una señora: mira cómo la señora salta abajo, toma por el brazo al caballero que en gran peligro se halla combatiendo con doce gigantes, le mete en su fusta, se eleva y desaparece. Pues fue Belonia, señora de las Montañas Desiertas, que se llevó por los aires a don Belianís a curarle las heridas en un castillo conocido por ella solamente. De este modo los magos y las magas nos siguen los pasos a los caballeros andantes, cuándo con buenas, -187- cuándo con malas intenciones. -Cada uno quiere llevar el agua a su molino, dejando seco el del vecino, respondió Sancho. El rey es mi gallo: yo sé quién se ha de salir con la suya, porque allá van leyes do quieren reyes. Si digo a vuesa merced que ese monstruo no es ni será jamás mi señora Dulcinea transmutada ni por transmutar, sino un perillán que se ha propuesto darnos soga, ¿qué dirá vuesa merced? -En persona no fue ni podía ser Dulcinea, repuso don Quijote: lo que digo, y torno a decir, y lo iré diciendo hasta el fin del mundo, si no me lo quieres abonar, es que en la caballería suceden cosas increíbles para quien no está iniciado en ella, pero lisas y de cada rato para los que se andan averiguando con esta gloriosa profesión. Y si no, dime, ¿cómo sucede que una espantable sierpe está riñendo con don Artidel de España, huye de repente, se tira a un lago, y vuelta una hermosa joven sale nadando a la orilla? ¿Qué significa convertirse en el viejo Torino la estatua de bronce con la que tiene batalla el príncipe Lepolemo? ¿Qué dices de la sabia Ipermea cuando la ves venir en forma de grifo, tomar en sus garras a los jayanes que llevan a mal andar a su protegido don Olivante de Laura, elevarse con ellos y soltarlos contra el suelo desde arriba? Por aquí puedes sacar lo que hay de real y verdadero en los sucesos que me atañen. Cree y calla, Sancho; economiza dudas importunas y vente tras mí».
Los señores del castillo estaban esperando a don Quijote en la puerta, y le recibieron haciéndose de nuevas de los sucesos que acababan de ocurrir. Dijo don Quijote lo que había en el asunto de la batalla, y les hizo saber que al día entrante, muy por la mañana, estaría de nuevo a caballo para concluirla. «El enemigo ha levantado el campo, como vuesa merced puede verlo por sus ojos, respondió don Alejo de Mayorga». Y enseñando a don Quijote el cerro, le hizo notar una humareda rojinegra, en medio de la cual una llama angulosa echaba sus puntas a las nubes. «Allí tiene vuesa merced la fortaleza del soberbio Brandabrando en cenizas: la ha prendido fuego con sus manos, para que no sea ocupada por su enemigo. En cuanto a la cautiva, -188- yo me inclino a creer que todo ha sido jactancia de ese baladrón, y que no tuvo en su poder a Dulcinea chica ni grande. Su costumbre suele ser andar echando plantas y alabándose de que es dueño de las más renombradas princesas, cuando, bien averiguada la cosa, sus conquistas no pasan de una que otra pelandusca que se le entregan de propósito. Acalle la zozobra de ese pecho, señor, y véngase luego con nosotros a hacer algo por la vida, que el hambre sube ya de punto. -En eso, repuso don Quijote, puede haber más verdad de lo que vuesas mercedes alcanzan a imaginar. Al Toboso he de ir o he de enviar a mi escudero, y tengan por cierto vuesas mercedes que me ha de dar buena cuenta de su embajada. -Es mucho hombre éste, dijo don Alejo, mirando al citado escudero: ¿conque vuesa merced le confía despachos y comisiones de tanta delicadeza? -Es para más, replicó don Quijote. Si su majestad el rey le hubiese mandado hacia el Gran Tamerlán, habría salido mejor que Rui González de Clavijo. Pero vamos a lo que vuesa merced propuso: si algo se de lo que pasa en mi persona, me haría muy al caso una ala de pollo». Comieron luego, y pasaron a saludar a las damas, quienes, reunidas en la sala, estaban esperando a su gran huésped.
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Hablose de puntos varios, y de uno en otro vinieron a parar en el tan ameno de las letras humanas, como que el marqués de Huagrahuigsa tiraba siempre a esa materia. Sin ser poeta era humanista; su profesión, aunque no su talento, la crítica literaria; y él, tan prolijo, tan sumamente prolijo, que en lo hondo del mar cogía un infusorio. Es propia de los malos críticos la habilidad para descubrir los defectos insignificantes, y propio de los escritores vulgares y ruines el odio por los que gozan de más consideración que ellos. El mérito de los demás es una deuda para el envidioso: en cuanto a las bellezas de la obra que tiene entre manos, se niega a verlas, y quién sabe si de buena fe no las descubre porque la envidia se las aparta de los ojos; y como le gobierna un vil propósito, cual es el descrédito del autor, no hace mención sino de las fealdades, echando tierra sobre los primores. O bien le falta el brío del ingenio y aquel aliento largo y poderoso que necesitamos para divisar y coger las perlas en el centro del Océano. El alcornoque, la algaova y las impurezas del mar están flotando hacia la orilla a la vista y a la mano de cualquiera12. Estaba el marqués en lo fino de -190- zarandear a Garcilaso, mondando y escardando sus églogas, como él mismo solía decir, cuando su tío don Prudencio Santiváñez, hombre de juicio recto, no lo pudo sufrir y respondió con irónica mansedumbre: «He oído que para juzgar de las obras ajenas necesita uno tres cosas: ciencia, benevolencia y osadía. Nadie puede hablar acerca de los grandes autores sin reconocerse de hecho investido de la sabiduría que para tan arduos juicios requerimos. Ciencia igual o superior a la del autor. ¿Cómo de otro modo juzgar de sus aciertos o sus errores? Conviene mucha circunspección, dice el maestro en las humanidades, cuando hablamos de los grandes escritores; no sea que por ignorancia vengamos a condenar lo que no entendemos; y por falta de penetración, agrego yo, a reírnos de lo más primoroso de una obra. Y aun por esto viene a ser indispensable el otro requisito, la osadía, que presupone ciencia, sin la cual todo atrevimiento es declarada sandez y locura. Yo pienso que no hay profesión más complicada y difícil que la del censor literario, por cuanto es maravilla dar con uno en quien se hallen reunidas estas tres excelsas propiedades, ciencia, benevolencia y osadía. Un sabio bondadoso y arrojado que poniendo las cosas en su punto sabe guardar el temperamento con el cual convence de error, sin escarnecer al que lo ha cometido, debe ser hombre de los nada comunes. -Y justamente, respondió don Alejo, la crítica es la ciencia más fácil y acomodadiza: la ciencia, digo, de fiscalizar a nuestros semejantes y condenarlos, que sean buenos, que sean malos, si les tenemos aversión; salvarlos y declararlos superiores, si son de los nuestros. Principios morales, políticos, literarios; maneras, conducta, todo cae debajo de la jurisdicción de la ignorancia. Nosotros, los doctos sin título ni autoridad, damos un corte en lo más intrincado, y la luz salta a los ojos del mundo. -¿No has visto, repuso don Prudencio, cómo no hay quien no dé puntada en la medicina? Ponte malo, y ni viejo ni vieja te perdonan su remedio. Otro tanto sucede en lo moral, en lo político: los necios, los ignorantes son los más resueltos: nunca se quedan en chiquitas».
-191-«Tío, dijo el marqués de Huagrahuigsa, con cierta rigidez, si tengo o no derecho para resolver dificultades, yo me lo se, y a vuesa merced no se le oculta que paso la vida sobre los libros. -No lo dije por tanto, mi querido Zoilo, replicó el buen tío. Yo sé que eres joven de provecho; pero mi estimación por ti subiría de punto, si te oyese hablar con más respeto de los hombres a quienes el género humano ha consagrado, en cierto modo, y no pusieses tan en olvido la modestia. Ni los sabios ni los maestros pronuncian esas sentencias sin apelación que tú no vacilas en pronunciar todos los días. La cordura, la sabiduría suelen decir «me parece», «juzgo», «presumo», y otras expresiones de este linaje, con las cuales no despiertan e irritan la ojeriza de nuestros semejantes, dispuestos por la mayor parte a aborrecernos si ven en nosotros superioridad innegable, a motejarnos y reírse de nosotros si nuestros méritos están en duda. Tus aptitudes son evidentes; mas puesta siempre la mira a las obras ajenas, eres continuo averiguador de sus defectos, dejando de aprovecharte de tu capacidad intelectual. En tantos juicios como estás formulando cada día verbalmente de poetas, sin haber compuesto un verso; de prosistas, sin haber escrito una página digna de la posteridad; de filósofos y hombres de estado, héroes y gobernantes, con perdón sea dicho de tu buena índole, no tengo noticia de que jamás hubieses alabado nada en nadie, si no es justamente aquello que desechan la sana razón y las buenas costumbres. Pues tal no es el encargo del crítico imparcial: así se ocupa éste en lo bueno como en lo malo de las obras ajenas y nunca da de mano a lo excelente, sin incurrir en la tacha de envidioso ocultador del mérito. ¿Cuál es el fin de la crítica? Es, me parece, la enmienda de las faltas, la corrección de los errores, la tendencia al perfeccionamiento, y por aquí, a la belleza. La parte más difícil de la crítica es la favorable: para notar las gracias de un autor se ha menester buen gusto declarado: para exponerlas a la vista del público, benevolencia y buena fe. Los primores de la inteligencia son como los de la naturaleza, no se hallan en la superficie ni a los alcances -192- de todo el mundo: el oro está en lo duro de la roca, el diamante debajo de la tierra. Así los grandes y bellos pensamientos requieren inteligencia y atención de parte de quien los lee, porque no vienen sobrenadando como espuma. La profundidad es indispensable para la solidez, la solidez para la duración: sin profundidad, pues, no hay verdadera hermosura: la hermosura ha de ser sólida para ser grande y perpetua. ¿Y quién duda que en lo profundo reina siempre una obscuridad respetable? El dar con los defectos es muy fácil; más fácil todavía el reírse de ellos: la risa es la sabiduría de la ignorancia, el arbitrio de la malignidad y la tontera.
-Tío, replicó el marqués, si hablo de los antiguos, raras veces me propaso; mas los poetillas actuales y nuestros escritorzuelos menguados ¿por qué me han de inspirar ese respeto que dice vuesa merced? Sólo en un pueblo tan sin luces como el nuestro pueden pasar por hombres superiores, necios como aquel que, sabiendo apenas leer y escribir, tiene asegurado su nombre para la posteridad. El que uno de su propia calaña haga suyo el encargo de inmortalizarle no significa sino que en lugar de un tonto hay dos. -No te mueras por eso, tornó a decir don Prudencio; la opinión ajuiciada no sanciona los decretos cuyo fundamento no es el mérito, ni hace caudal de los encomios que propenden, no tanto a dar realce al héroe de la apología, cuanto a deprimir al ingenio que los historiadores inicuos o incapaces y los críticos envidiosos aborrecen. La mala fe tiene su política: para la envidia, un perro es más que un león; y verás a los malintencionados e ignorantes ir alabando sin término a un pobre diablo para que de allí resulte la inferioridad del que les quita el sueño. -A bundo en ese modo de pensar, dijo a su vez don Alejo de Mayorga, tanto más, cuanto que esas cábalas de la malevolencia las estamos viendo hoy mismo: ingenios eminentes tras de comunes y acaso ruines escritores. Nadando éstos en la fama y las riquezas, víctimas los otros de la obscuridad y por ventura de la inopia. Estas son injusticias, atrocidades de los hombres, los cuales tienen por necesario algo -193- de que arrepentirse, si aún es tiempo, o una gran reparación que legar a los venideros. Nunca es tarde para el desagravio, pero dudo que algo le aproveche su estatua de bronce al que en la vida fue infeliz, y con todo su talento y su grande alma devoró el hambre, acosado por la maledicencia. Echadas bien las cuentas, díganme vuesas mercedes si los tardíos honores que los pueblos suelen tributar a los hombres preclaros descuentan de ninguna manera las tribulaciones y amarguras de que les hartaron en vida. La tumba es templo obscuro, impenetrable: la luz, el ruido del mundo no tienen entrada en ella: los muertos no ven sus mausoleos, sus bustos, sus estatuas; no oyen los panegíricos que pronuncian los oradores; no sienten alegría ni placer a las oraciones en que se les alaba. Bueno, justo y aun necesario es honrar la memoria de los varones esclarecidos con esas demostraciones con que los hijos descuentan la maldad o la indiferencia de sus padres; ¿mas no sería también conveniente mirar por un hombre ilustre cuando vive y necesita el apoyo de sus semejantes, sin esperar su muerte como condición indispensable de nuestra bondad y justicia?
-Este mal de la indiferencia por los seres privilegiados, respondió don Prudencio, ha envilecido al género humano desde su cuna. Digo indiferencia, por no decir persecución. La suerte es enemiga mortal de la naturaleza: destruir los dones de esta buena madre no lo puede; pero tiene el arte de hacer de ellos ocasión y motivo de desdicha. Esto es así, mi querido Zoilo. Ahora dime, ¿por dónde has venido a descubrir que esa buena madre naturaleza ha envuelto a todos tus compatriotas en un injusto desheredamiento, por colmarte a ti solo de sus favores? Mayorazgo de derecho divino, nada dejas para tus hermanos. Si hay algo que nos eleve suavemente sobre los de más, es la modestia. Tú has cultivado el ingenio con las lecturas livianas, poniendo en olvido a filósofos, historiadores y moralistas; y filosofía, historia y moral son manantiales donde bebe el corazón y mejoran los afectos. Has bañado tu alma en ese fragante arroyo que se llama poesía; pero atiende a que no siempre la Castalia -194- es la fuente de la vida: Anacreonte, Safo, Catulo envejecieron antes de tiempo en sus aguas. El fuego de los sentidos puesto en obra es corrupción: la corrupción envejece y mata. En una palabra, hijo mío, y este consejo te lo da la experiencia, tienes que rectificar tu instrucción y enderezar tus propensiones. No me disgustaría ver cómo te echases en las llamas, impelido por un noble sentimiento del ánimo; ¿pero qué es esto de tirar siempre a lo peor y tenerse por el mejor? La liberalidad no te halla, la generosidad no te conoce; tu filosofía es el cinismo, tu dueño el interés: he aquí la grandeza de tu alma. ¿Podrías contar las obras de virtud que te vuelven acreedor a la veneración de tus semejantes?, ¿los actos de valor con los cuales granjeas su admiración? Ninguno, ninguno; ¿pues cómo, buen amigo, te tienes por venerable y admirable? Y e se flujo maldito por murmurar de todo, esa vengativa pequeñez con que todo lo censuras...».
El marqués de Huagrahuigsa era el afín con el cual don Prudencio Santiváñez no comía en un plato: las índoles de estos sujetos no se tocaban por ninguna parte; y esta disparidad de temperamentos hacía que reinase entre los dos una cierta afección que bien puede llamarse antipatía. Disgustado de las ideas, harto de las impertinencias de aquel su sobrino, espiaba el buen señor una coyuntura para descargar su pecho y dar al empalagoso mancebo una lección. Se la dio y buena. El respeto debido a tan sagrado parentesco refrenaba apenas la ira del marqués; o era más bien que la perturbación de su espíritu en estos casos y el entorpecimiento de su lengua le coartaban las palabras, mudo y trémulo de pura soberbia. Orgullo no era el suyo; su alma no se iba por las elevadas regiones de esta afección o pasión que tiene mucho de noble. El orgullo puro y limpio no se opone a la modestia, no hace sino defendernos contra la humildad que, si no es la cristiana, se llama bajeza. El orgullo es un cierto conocimiento de la importancia propia, es deseo de corresponder a la naturaleza o al Criador, con un porte digno de sus favores. Traspasados ciertos términos, el orgullo es soberbia; -195- mantenido en cierto grado, es una prenda del corazón y el espíritu. Puesto el orgullo en el lindero de las virtudes y los vicios, no llegan a él sino los hombres superiores, los capaces de las grandes cosas. Cuando éstas son obras del bien, se llaman virtudes; cuando del mal, crímenes. No hablo de los que comete el vulgo; esos son delitos, vilezas: hablo de las atrocidades grandes, de esas que llaman la atención de los pueblos y les obligan a admirarnos, aunque nos aborrezcan.
El marqués no alcanzaba fuerzas para el orgullo; se quedaba atascado en la vanidad, defecto que pone en claro las ineptitudes del corazón. Alabar a alguien en su presencia, era causarle tedio; no darle en todo caso el puesto de honor, agravio que le corría a lo hondo del pecho. En inteligencia no mal librado, de instrucción asaz provisto, el carácter malo, ajeno a las virtudes, incapaz de acciones generosas, y canalla en la menor oportunidad. Lástima de organización en la cual faltó el nervio de la generosidad, indispensable para la elevación del alma, aquella celsitud con que prevalecen los hombres realmente grandes, quienes a la vez suelen ser buenos, porque la bondad es parte esencial de la grandeza. Doña Engracia de Borja estaba aprobando en silencio el discurso de su marido, las señoritas escuchaban con respeto, y don Quijote, que todo lo había oído callando, sin recostarse una mínima a la causa del marqués, tomó la palabra y dijo: «Si vuesas mercedes me dan licencia, echaré aquí mi jácara; una que viene al pelo del asunto». Diéronsela, unos de viva voz, otros otorgando de cabeza, y nuestro hidalgo, que fuera de la caballería era muy cuerdo, habló como sigue: «Han de saber vuesas mercedes que un famoso crítico, habiendo reunido en más de cuatro años todos los defectos y las faltas de un autor, los presentó a Apolo en una linda colección. Aceptola el Dios con una cortesía; y para corresponder el regalo según el genio y la calidad del personaje, le puso a los pies un saco de trigo con pelaza y todo, ordenándole separar del grano la paja, y hacer de ella un montón aparte. El crítico, alborozado con una comisión tan de su gusto, no ahorró -196- trabajo ni prolijidad, y la cumplió cual convenía a tan advertida y minuciosa inteligencia. Una vez hecho el encargo, Apolo le adjudicó la paja en premio de su habilidad13».
Había el loco acertado en la coyuntura. Mientras todos estaban mirándolos suspensos, tanto a él como al marqués, juraba éste allá para sí odio inmortal a don Quijote y la más cruda venganza que en su mano estuviera.
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Para mudar de conversación acometió don Alejo a encarecer el torneo que debía verificarse, dijo, al otro día en uno de los patios del castillo, y propuso a don Quijote ser de los campeones. Eso era echar el pez al agua. Cogiendo al vuelo la invitación el caballero, preguntó quienes eran los justadores que acudían al palenque. «Acuden los más notables de España, respondió don Alejo, y aun de los otros reinos. Aquí tendrá vuesa merced a Gonzalo de Guzmán y Pero Vásquez de Sayavedra, a Juan de Merlo y Alfarán de Vivero, a Mosén Diego de Valera y el renombrado Gutierre Quijada, a cuyas manos murió Suero de Quiñones. -Gutierre Quijada, repitió don Quijote, señor de Villagarcía. Éste es el que, en junta de su primo Pero Barba, llevó una empresa a Borgoña, requiriendo a los bastardos del conde de San Polo, para que se presentasen a combatirse con ellos. Como las armas que hizo Gutierre fuesen muy de notar, el duque le envió una vajilla de treinta marcos de peso y otros ricos presentes, con lo cual se partió aquel buen castellano.
-Pues también estarán aquí, dijo don Alejo de Mayorga, no menos que Juan de Bonifaz y Juan de Torres. Ahora, si hablamos de los extranjeros, tiene vuesa merced a Miser Jorge de Vouropag, caballero alemán que hizo lides en Castilla, adonde -198- trajo una empresa, requiriendo a don Fernando Guevara. -Olvidado me lo tengo, respondió don Quijote. Prosiga vuesa merced y nómbreme uno por uno todos los paladines con quienes tenemos que haberlas. -¿Conoce por ventura el señor don Quijote a Mosén Luis de Falces? -El que hizo armas en Valladolid con el señor de Torija, respondió don Quijote. El rey don Juan les tuvo plaza e mandó poner, como rezan las crónicas, dos ricas tiendas para los campeadores. Las armas se hicieron a pie y a caballo; y sin embargo de que el castellano llevase en ambas lides lo mejor, el rey, no queriendo que Mosén Luis fuese para menos, les envió a uno y a otro ricos vestidos de brocado de oro con aforros de marta cebellina.
-Vuesa merced tiene en la punta de la lengua la historia de los aventureros, dijo don Prudencio; ¿sabrá, por tanto, quién es Miser Jacques de Lalain, ése que allí se presenta junto con Roberto, señor de Balse? -Sí, por cierto, respondió don Quijote: los tales caballeros hicieron armas con don Juan Pimentel, conde de Mayorga, Lope Destúñiga, Diego Razán y otros ricoshombres y señores de la casa del Condestable de Castilla. -¿El conde de Mayorga, ha dicho vuesa merced?, preguntó don Alejo. Sepa el señor don Quijote que yo soy su próximo pariente, y aun tengo derecho a su título. Pero esto no hace a mi propósito; lo que hace es aquel paladín que llega cubierto de todas armas, baja la visera por no ser conocido antes de tiempo. Con todo, vuesa merced ha columbrado ya su nombre y sabe que es Jacques de Xalau, señor de Amabila, el que tocó la empresa que don Diego de Valera había llevado a la corte de Borgoña. Este Diego de Valera se combatió en seguida con Teobaldo de Rougemont en el Paso que el señor de Charní mantuvo con tanto brío. -¿Cuál es el mote de la empresa sobre la que hacemos armas?, preguntó don Quijote. -El mote será éste: Soyez hardi. Y no extrañe vuesa merced que vaya en francés; el del Paso Honroso era: Il faut délibérer. -Eso es lo de menos, repuso don Quijote: lo que importa es saber por qué y por quién se hace la batalla y con qué condiciones. -El Paso, señor mío, lo mantiene -199- un insigne campeador, en desagravio de su dama, quien no se da por satisfecha de unos ciertos celos con menos de cuarenta lanzas rotas por el asta. Los amigos del dicho campeador son los mantenedores: los carteles se han repartido por todas las naciones caballerescas, y los aventureros acudirán en gran número. De Francia vienen Pierre de Brecemonte, Jacobo Lalain y el famoso Beltrán Claquin, el que tomó parte con don Enrique de Trastámara contra el rey don Pedro. Vuesa merced se acuerda del pasaje: el bastardo, mostrándose en el umbral de la puerta, alto, soberbio, como si él fuese el soberano, en voz arrogante dice: «¿Dónde está el hideputa que se llama rey de Castilla? -El rey de Castilla aquí está, respondió don Pedro: hideputa es el bastardo».
-¡Qué expresiones son esas, Alejo!, gritó don Prudencio. Las de la historia, tío; constan en el Padre Mariana. Lo que anda impreso con licencia de la Santa Inquisición ¿será malo para dicho? -Los autores, replicó don Prudencio, pueden alguna vez usar esas franquezas con el público, para exactitud de la relación. Hay cosas que quizá se dicen a todos y no son permitidas entre pocos. -El fraile tiene la culpa, tío. Ahora pregunto yo: vuesa merced me manda leer algunas páginas en plena familia una de estas noches; llego a esos pasajes, topo con esas maneras de decir, ¿qué hago? -Pues como a buen muchacho, hábil y previsor, replicó don Prudencio, te viene una tos en ese instante, o se te trabucan los renglones, y pasas por el fuego sano y salvo. -Ya, dijo don Alejo: en lo sucesivo, cuando se me ofrezca decir algo con hi, he de decir hideperro. Pues dijo el rey: «El hideperro es el bastardo»; y tomándose a brazos los dos príncipes, se echaron a rodar por aquel suelo, como dos galopines. Don Pedro se halla encima; Claquin se llega, y diciendo: «Ni quito ni pongo rey, pero ayudo a mi señor», le pone debajo: evolución con la que tiene el bastardo comodidad para envasarle a su hermano bonitamente la daga hasta la empuñadura. -En esto no fue hidalgo el señor Claquin, dijo don Quijote. Con más aire se presenta cuando, hallándose prisionero en Londres, fija -200- él mismo su rescate en una suma tan crecida que no la pudiera pagar un príncipe. Reconvenido por semejante extravagancia, contestó que Beltrán Duguesclin no valía menos; ni sería él quien diese su rescate. La reina de Inglaterra se suscribió, en efecto, en primer lugar para el rescate de su prisionero. Las damas de Francia pusieron lo demás:
-Y el amigo Duguesclin era feo como un oso, ¿de dónde provenía que fuera tan bienquisto con las damas?, preguntó el marqués de Huagrahuigsa, serenado ya en medio de tan amena conversación. -Privilegio es del valor, respondió don Quijote, conciliar hasta belleza al que lo posee y ejercita. El valor no infunde envidia como el talento; el valor tiene ancho camino hacia los corazones. El valor cuenta con el respeto general, se hace admirar de los buenos, temer de los malos, y esto más tiene de favorable, que no aborrecen al valiente ni los mismos que le temen, siempre que lo sea en el círculo de la justicia y la moderación. El valiente es el más feliz de los mortales cuando le adornan también las gracias del espíritu. Beltrán Duguesclin era tan feo como atrevido, tan atrevido como cortés, tan cortés como enamorado; ¿qué mucho que las mujeres se fuesen tras su prestigio?
-Pues también estará aquí, volvió a decir don Alejo de Mayorga. De los ingleses vendrán el lord Jeremías Oberbory, gentilhombre de Su Majestad, y Sir Odo Bolimbroke. Ahora eche vuesa merced la vista sobre Linsay de Byres, y vea como llega cubierto con sus armas, arrastrando el largo sable. Ni la manopla le falta: miren vuesas mercedes esos dedos de fierro, cada una de cuyas falanges puede servir de falleba a las puertas de un palacio. Este es el último de los insulares: tras ellos vienen los teutones. Miser Jorge de Vouropag, como ya dije, y Alberto de Austeriche. Los señores Bouqueburgo y Exterteine; los de Rostrappa Magdesprungo y Genrode Suderode; los de Bamberinguen, Bamberinga y Trevemunde, caballeros de los de lanza en ristre, pistola al cinto y espuela de platina. De Portugal no vienen sino el gran Prior de Mafra, Late Jiménez de -201- Oporto y el señor de Tras os Montes. Desde ahora advierto al señor don Quijote, que es artículo de torneo el confesarse para entrar en la estacada; pues aun cuando no viene el físico sabidor en medicina, Salomón Setení, tenemos un fray Antón, no menos escrupuloso que el del Puente del Órbigo. Escuche vuesa merced y oiga los nombres de los paladines italianos que han de concurrir a nuestra justa: los Ventivoglio y los Picolomini: Giovanni Bombicini y Teodoro Rondinelli: el conde Domo d'Ossola y el barón Ornobasso di Caprino: Luigi Mezzatesta, señor de Camerlata: Hugo Fóscolo Tremezzo, gran síndico de Santa María degli Angeli: Andrés Palavicini, señor de Servelloni: Francesco Eremitano Pietrasanta: Miquele Papadópoli, señor de la Puente de la Motta: Gaudencio Calderara Mussolungo: Rebbio Lurate Malamocco, primer inquisidor de San Marino: Cerusso Chivassio di Cortona, gran preste y capellán de Sinigaglia: Timoteo Ghirlandayo Montelupo: Castrato Plomatto Misolonghi, archipámpano del Jura: Canossa Marzabotto, y el Príncipe Fulberio de Santoña. Los asiáticos y los africanos están ocupados actualmente en el sitio de Albraca, donde tienen asediada a Angélica la Bella, y no vendrán sino con el fiero rey Gradasso, poseedor de la espada Durindana, y el invencible Mandricardo.
-Si viene el rey Gradasso, dijo don Quijote, me ahorraré el trabajo de ir a buscarlo en Lipadusa. Al mantenedor del Paso no se lo ha citado por su nombre; estimaría yo de vuesa merced nos lo mentase. -¿No lo dije?, respondió don Alejo; es un cierto don Alejo, conde de Mayorga, quien ha hecho jura sobre un libro misale de non comer pan a manteles, nin hacerse la su barba, nin con la condesa...». Aquí se detuvo, y mirando de reojo a su tío, prosiguió: «Ha jurado, digo, no quitarse las sus arenas hasta cuando hubiese vuelto a la gracia de la señora de sus pensamientos. Así como el mantenedor del Paso Honroso traía todos los jueves una argolla de fierro a la garganta en señal de servidumbre, así yo traigo cada viernes un cilicio al brazo en vía de penitencia amatoria hasta cuando hubiese recobrado el -202- amor sin mácula de la sin par Zolidea de Rimbaude. ¿El señor don Quijote prefiere ser de los mantenedores, o viene como aventurero a disputarnos el prez de la victoria? -Por lo visto, respondió el hidalgo, a mí me conviene ser de los aventureros; tanto más cuanto que por aquí he oído llamar sin par a esa señora Zolidea. Se me ofrece un reparo, señor mío; es a saber, que a la mayor parte de los paladines mencionados los come la tierra ha más de un siglo: vuesa merced va a mantener su Paso, no con los vivos, sino con los que han vivido. -Como el torneo se abra a la hora citada, respondió don Alejo, eso me da que sean sombras o gente de carne y hueso los que hagan la batalla: cuanto más que no hacemos sino tomar los nombres de esos caballeros, a fin de ennoblecer el Paso y dar buena presa a la fama. Vuesa merced no piense que el señor de Vouropag ni Mosén Enrique de Remestán han de sacudir el polvo del sepulcro para tener la dicha de combatirse con nosotros. Esta es más bien una lid simulada, un deporte caballeresco en honra de las damas.
-Por Dios, Alejo, dijo doña Engracia, no metas a las damas en ese embolismo que estás formando. Juego de manos, y tú sabes lo demás. Ve cómo aplacas de otro modo a tu señora, si es de las que no exigen sangre para sus desagravios. -A los trabajos de Hércules me sujetaría yo, respondió el mancebo, si ella me lo mandase. ¿Qué son para un buen caballero cuarenta lanzas rotas? Aquí no hay sino una cosa peliaguda, y es que el invencible don Quijote de la Mancha prefiere ser de los aventureros. Pero, Deo volente...». Sonriose don Quijote, y dijo: «Si con mi lanza cuenta el conde de Mayorga para volver a la gracia de la señora de sus pensamientos, la hermosa Zolidea de Rimbaube se quedará enojada para toda la vida. Sea vuesa merced servido de ponerme al corriente de las condiciones del combate, el cual, aunque simulado, no deja de ser una demostración bélica. ¿Será a pie? ¿Será a caballo? ¿Habrán de acometerse uno a uno los campeones, o será ello una escaramuza general de bando a bando? -La pelea será a caballo, respondió don Alejo; -203- las armas, arnés completo, exceptuando la babera porque iremos con celada borgoñona. El reencuentro no será cabeza por cabeza, singuli o uno a uno, sino una arremetida y confusión general, donde cada combatiente hará lo que pueda. -Soy contento de esas condiciones, dijo don Quijote. Sé decir a vuesas mercedes que, en caso de combate singular, yo provocaría a Juan de Merlo, a causa de sus grandes y numerosas hazañas. Este llevó empresas a todas partes: sostúvolas en Arrás contra Pedro de Brecemonte; en Basilea contra Mosén Enrique de Remestán. En Valladolid se halló, y esto es más, en las justas de don Álvaro de Luna, donde, combatiéndose con el rey don Juan, tuvo la honra de que su soberano rompiese en él una lanza. Acudió después al Puente del Órbigo, en cuyo Paso hirió a Suero de Quiñones; y finalmente murió en la demanda, siempre como bueno». Dijo esto el caballero; y despidiéndose de la tertulia se retiró a su aposento, donde su escudero Sancho Panza le esperaba sepultado en un profundo sueño.
-204-
Habíase acostado don Quijote y estaba entre si se dormía y no, cuando se abrió la puerta de su cuarto. Vuelto con el ruido a sus cinco descabalados sentidos, vio entrar dos gigantes y una dama (que tales le parecieron), armados los primeros de pies a cabeza, con celada de encaje, tras la cual mantenían el incógnito. Eran estos dos gigantes el marqués de Huagrahuigsa y el barón de Cocentaina, quienes tenían un pico pendiente con don Quijote. La dama no era otra que la de las trovas de antaño, esta graciosa figura la hacía el socarrón de don Alejo. La señora acometió a una butaca, y arrellanándose en ella, dijo: «Supuesto que en este artículo me ponedes, caballeros, sea luego la batalla, y sepa yo a quién he de pertenecer; si por la fuerza, como esclava, a los que supeditan mi persona, o de mi libre albedrío como esposa, al dueño de mis pensamientos. -Nunca es tarde para reñir entre buenos, respondió don Quijote al que le estaba provocando ejecutivamente: nada habrá perdido vuesa merced con darse a conocer, a fin de que yo arregle mis hechos a la calidad de mi enemigo. -La señora aquí presente, replicó el incógnito, está pregonando mi nombre: vuesa merced sabe ya que Brandabrando es quien le provoca y estrecha. Déjese mi rival de evasivas y moratorias so capa de urbanidad, porque estoy -205- resuelto a no dejar escaparse a uno cuyo valor está, parte en su lengua, parte en los pies de su caballo».
Había de sobras para sacar de quicios a hombre como don Quijote. «Don Quijote de la Mancha, respondió éste, tiene por buenos cualquier tiempo y lugar cuando se trata de las armas. Esto lo vais a ver sin más tiempo que el que he menester para vestirme. Dadme acá esas calzas, y atacaos bien las vuestras. -Para nada soy menos que para lacayo o ayuda de cámara, respondió Brandabrando. Sepa vuesa merced que he desdeñado el título de señor de los Camareros, y aun el de Montero Mayor de Su Majestad. Tome sus trebejos y vístase como pueda, sobre la marcha, que ya es exceso de paciencia en mí sufrir semejantes dilatorias. -Lo político no quita lo valiente, replicó don Quijote. ¿Trebejos llamáis al ajuar de un caballero? Yo os haré ver que el trebejo sois vos, y que a lo menguado unís lo montaraz». Diciendo esto alargó un brazo de tres varas, seco, amarillo, velludo, sobre la ropa que había puesto en una silla al acostarse. A tiempo que iba a cogerlas, Brandabrando pinchó esas calzas con la punta de su florete, y dijo: «Para que conste al mundo que vuestra desnudez no me intimida y que así os rindo vestido como en cueros, habéis de pelear sin calzas». Don Quijote echó mano por los zapatos: repitió el otro su operación y dijo: «Para que las gentes vean si os temo más descalzo que calzado». Fue don Quijote por el jubón, sin decir palabra: hurtóselo del mismo modo su contrario: «Esto más de ventaja para vos, que habéis de reñir conmigo sin el empacho de esta pieza ridícula». Le ahogada ya la cólera al caballero andante: en un pronto echó de sí las frazadas para tirarse al suelo, dejando ver unas piernas como sólo don Quijote podía tenerlas. Arrojó un grito la señora Dulcinea, y cubriéndose el rostro con una reja de dedos, se puso a suplicar al mundo entero que viesen modo de hurtar su persona a espectáculo semejante. Vuelto en sí don Quijote a esos reproches, se cubrió velozmente y dijo: «Aun cuando fueseis una de las Euménides, tendría yo cuenta con vuestro sexo y me hallaría lejos del menor desacato. La ocasión -206- de lo que ha sucedido achacadla a vuestro cavalier servant, y tened por cierto que vuestra gazmoñería es mayor que mi desenvoltura. -A vuesa merced le consta, replicó la dama, que en nosotras el pudor es tan obligatorio como en los hombres el valor. Si vuesas mercedes ponen de manifiesto la superioridad de su naturaleza con el atrevimiento bien empleado, nosotras hemos de cubrirnos con la timidez y poner nuestro conato en guardar pura la vergüenza. -¡Eh, buen hombre o buen demonio, dijo don Quijote, traedme acá esas calzas y al punto soy con vos en batalla! -Ya os he dicho que no tengo cara de sacabotas, respondió Brandabrando; os he dicho también que habéis de pelear en camisa; y despachaos, so pena de incurrir en un castigo de escuela...». Saltó abajo don Quijote, como un tigre, y sin que la cólera le diese tiempo para echar mano a la espada, le asió con entrambas del gaznate al pobre marqués, con tal furia, que si el compañero de éste no acude en su socorro, al cabo de cinco minutos le hubiera dejado de enterrarlo. Brandabrisio cogió a su vez por el pescuezo a don Quijote, y poniéndole zancadilla le obligó a soltar presa y dio con él en el suelo. Viendo Sancho como tiraban a matar a su señor, embistió con el enemigo, y menudeó tan bonito sobre ellos, que los puso como nuevos con más de seis mojicones en las narices. Don Quijote, enderezándose cuan largo era, tomaba ya su lanza; mas los invasores salieron por la puerta de los perros, bien así por temor del escándalo, como de la furia de ese loco. La señora Dulcinea, que no había hecho sino reír desencajadamente, sin moverse de su sillón, fue la primera en ponerse en cobro cuando vio que las cosas pasaban a mayores, y a trancos más abiertos de lo que permitía su follado. Quisiera el caballero andante perseguir a los fugitivos, pero no lo consintió su espinazo, que le dolía como de ciática. «Síguelos, Sancho, dijo a su escudero, y tráeme las cabezas de esos follones: cada una de ellas te importa una provincia agregada a tus Estados. -Está en un tris que yo lo verefique, respondió Sancho, no por el huevo, sino por el fuero. Mas vuesa merced ha oído: al enemigo que huye, puente -207- de plata. No firmes cartas que no leas, ni bebas agua que no veas: yo no sé quiénes son esos demonios, y si no me esperan con un refuerzo de treinta o cuarenta de los suyos. Al seguro llevan preso, señor don Quijote. Mato a los ladrones, le traigo a vuesa merced sus cabezas, dejando la mía en manos de ellos, probablemente: pues la hazaña será de mi amo. Pelean los soldados, el general dio la batalla; vencen los soldados, el general es el triunfante; mueren los soldados, seguro el rey, y gran señor en todo caso. Pues a otra puerta, que ésta no está abierta: y cien años de guerra y no un día de batalla. Cuando me dan el consejo, denme también el vencejo: vuesa merced no hace sino ponerme entre la cruz y el agua bendita, y allá de yo de hocicos con el diablo. Sancho, esos yangüeses; Sancho, esos gigantes; Sancho, esos leones. Se van los amores, señor, y quedan los dolores: los humos de esta victoria se subirán al cielo; las costillas sumidas, en mi cuerpo han de quedar. El que en pie se halla, mire no se caiga. -Al diablo sea ofrecida la utilidad que saco de tu ayuda, maldito Sancho, respondió don Quijote: si algo haces de bueno, al punto lo echas a perder con ese desbarrar sin término, ese desfigurar las cosas más palmarias. Ven acá, apóstata, ¿qué gigantes mataste?, ¿qué leones domaste?, ¿a qué yangüeses venciste? ¿Dónde están los trofeos de tus victorias, dónde las coronas que has ganado con tus proezas? ¡Conque tú provocaste a los leones, y yo te mandé provocarlos! ¡Tú embestiste a los yangüeses y los apaleaste a tu sabor! ¡Tú atropellaste y desbarataste los ejércitos de Alifanfarón de Trapobana! Susténtamelo en las barbas, insigne pícaro; róbame mis hazañas. Cuando te saquen con los pies adelante será el arrepentirte de tus fechorías: todas las has de pagar allá donde no se dice verefique, ni valen refranes mechados de tontera. ¿Es posible que ni después de una batalla dejes de vomitarlos como un endemoniado? ¿Así procuras mitigar el dolor de esta caída? Un huevo, y ese huero: la única vez que has acertado a mostrar coraje, resolución y fuerza juntamente, lo estragas todo con una extemporánea cobardía, negándote a seguir el alcance al enemigo, divertido en esa hablilla -208- refranesca que me ha de matar de desesperación. Puerco fiado, gruñe todo el año: si algo te debo, no me cobres con romperme la cabeza, y hazme firmar un pagaré, ya que te atienes al refrán que dice: callen barbas y hablen cartas. Cumplido el plazo cogerás, no solamente tus salarios, si no me sirves a merced, pero también recompensa, gratificación, pre, honorario, subvenciones y cuanto más te dé la gana; pero no hables más de lo necesario. A puerta cerrada el diablo se vuelve, y en boca emparejada no entran moscas. ¿No has oído decir: herradura que chacolotea, clavo le falta? ¿Qué han de pensar de ti los que te oyen despotricar a lengua seca, haciendo rosarios de adagios y proverbios, sino que eres un bendito animal, insufrible para los que tienen la desgracia de estar oyéndote de día y de noche?
-A puerco fresco y berenjenas, ¿quién tendrá las manos quedas, señor?, respondió Sancho. La ocasión hace al ladrón; y no dirá vuesa merced que yo hablo sin ella, ni que vuesa merced me da ejemplo de sorbidad de palabras, ni aun de refranes. -Sorbidad, replicó don Quijote, vendrá de sorber; sobriedad viene de sobrio. Esta es virtud que hemos de practicar, no sólo en el comer y en el beber, sino también en el hablar; y por ventura más en esto que en lo otro. Quien guarda la boca guarda el alma, y no vayas a pensar que éste es refrán; sino sentencia de la Biblia, donde habla Salomón. El exceso en el comer te causa disgusto y enfermedades, la demasía en el beber te entorpece y envilece, y no puedes dormir más de lo justo, sin cometer uno de los pecados mortales, cual es la pereza. Todo esto es malo, pero nada es peor que el abuso de la lengua. Si la palabra es plata, el silencio es oro: la preciosa liga que resulta de estos elementos es la piedra filosofal de la prudencia. Hablar con juicio y medida; discurrir en cosas de substancia, sin apartarse de la verdad y la modestia, esto es ser sabio. Yo no pretendo que de cuando en cuando no salpiquemos la conversación con una de esas sentencias populares que en pequeño volumen encierran mucho y exquisito condumio; ¿pero qué es esto de echar refranes a dos manos, como -209- quien traspala trigo? El bobo que es callado, por sesudo es reputado; llévate de esta regla. -No es regla, sino refrán, contestó Sancho. Vuesa merced los ha echado en este discurso como si hubiera hasta para tirarlos por la ventana, y le parecen insípidos los mihuelos. Entre bobos anda el juego, y cuando nace la escoba nace el asno que la roya. A uso de iglesia catedral, cuales fueron los padres los hijos serán, y cuales son los amos los criados son, señor. Éntrome acá, que llueve. Dice el refrán: de tal barba, tal escama; vuesa merced es la barba, yo soy la escama; y en lo de los refranes corremos a puto el postre. -Puede ser, repuso don Quijote: de esto mismo tú tienes la culpa, y has de pagar el mal que viene resultando. Te has acercado tanto a mí, que ya la distancia del caballero al escudero es ninguna, con harto perjuicio de la orden que profeso y mengua de mi decoro. Las malas mañas, como ciertas enfermedades, son pegadizas: pásame tu sandez, pásame tu pusilanimidad, pásame tu bellaquería, pásame todo; pero no me comuniques esta sarna perruna que te infesta, con nombre de refranes. Y lo peor es que muchas veces me echas tus venablos escondidos en ellos. El que te dice la copla, ése te la hace. Si de tarde en tarde me viene un refrán a los labios, es bien ocasionado, no oficioso e impertinente como los tuyos. Y todavía has de confesar que muchas veces no los digo sino por darte a entender que te propasas en ellos. Cuando no son refranes, son diminutivos de tu cuño: mihuelos... ¿Qué entiendes por mihuelos, pazguato? ¿No sabes que los pronombres no admiten diminutivo? De mío no puedes hacer mihuelo ni miito, así como no puedes hacer miote ni miazo. Pero doblemos esta hoja, Sancho, y dime lo que piensas de la singular aventura de esta noche. -Pienso, respondió Sancho, que esos desalmados nos han puesto a dos dedos de la sepultura, y que yo les he remachado las narices a puñadas, y que vuesa merced le sacó una vara de lengua al compadre Brandabrindo, y que la señora Dulcinea es el demonio, y que me deben dar licencia para dormir, y que mañana se puede averiguar lo demás».
-210-
No bien habían cerrado los ojos don Quijote y su escudero, cuando volvió a abrirse la puerta con dos humildes golpecitos, entrándose por ella un hombre, fantasma o duende, que de todo tenía, envuelto en una enorme capa y con un sombrero bajo cuya ala pudiera acampar un ejército. «¿Nadie nos oye?, preguntó llegándose a la cama de don Quijote: mire vuesa merced que no cabe ponderación en el secreto que habemos menester; y así le ruego limpie de todo animal viviente esta morada. Lo que ahora ocurre no es para oído ni por los mosquitos del aire, ni por los gusanitos de la tierra». Ya se moría don Quijote por ver la cara del hombre misterioso; cosa imposible como no fuera de la nariz abajo, en cuyas regiones predominaban un bigotillo a la chinesca, largo y angosto, que parecía pintado, y una pera de escasa población, si bien de asombrosa longitud. «Yo me llamo, continuó diciendo, don Benedicto Rochafrida. Vuesa merced sea servido de mandar a este hombre salir, porque de otro modo no podría yo exponer las cosas de la manera como deben llegar al conocimiento de vuesa merced. -Para con mi criado no tengo secreto, respondió don Quijote. Si le perdonamos una cierta comezón de ensartar refranes, es tan discreto como inclinado a valer a los que pueden poco. Vuesa merced suponga que no -211- le oye ni un mosquito, y haga sus entradas. -Esa comezón no empece, dijo el fantasma: si no es más que eso, puede quedarse. ¿Hay confianza absoluta, bien así en su reserva coleo en su buena voluntad? Las paredes oyen, señor caballero; por las rendijas de las puertas se salen las palabras y se entran las desgracias. -¡Voto al demonio!, exclamó don Quijote, ¿grave es en tanto extremo lo que vais a revelarme que sea preciso calafatear puertas y ventanas? -¿Vuesa merced es casado?, preguntó don Benedicto. -¿Conviene a vuestro asunto saber si lo soy o no?, respondió don Quijote. -Tanto, que sin este preliminar me vería atascadísimo en mi narración. -Pues sabed que no lo soy. -¿Pero tendrá a lo menos eso que llaman amiga, querida o concubina? -Los caballeros andantes, replicó don Quijote, no tienen nada de eso; lo que tienen es dama o señora de sus pensamientos. Y tengan lo que quieran, vos sois un atrevido bellaco. -Pierda cuidado, volvió a decir don Benedicto. Una vez que vuesa merced tiene dama, sabe quizás lo que es estar encinta una dama. En sabiendo lo que es estar encinta una dama, sabe sin duda lo que son en ella los antojos. -Sí, por cierto, dijo don Quijote; y los suelen tener muy extravagantes. La reina Romaguisa tuvo el estrafalario antojo de hacer adobes. -¡Cristo crucificado!, exclamó don Benedicto Rochafrida, ¿Y qué hizo el infeliz marido? -El infeliz marido era un gran príncipe; hizo moler dos quintales de perlas finas, y con unos cuantos barriles de leche, dio rienda suelta a la pretensión de su muy amada consorte. -Dichosa señora, tornó a decir don Benedicto. No es lo mismo que la que descolló en su embarazo por el deseo vehemente de comerse crudas y de balde las orejas de un puerquecito que al paso vio derribado en una tienda. -La puerquecita era ella, dijo Sancho Panza: ¡y miren si no las quería de balde! -Ahora ¿qué piensan vuesas mercedes, repuso don Benedicto, de la otra que en la luna de miel se puso a morir de melancolía porque su marido se negaba a satisfacer su antojo? -¿Cuál era ese antojo?, preguntó Sancho. -Quería ser azotada, y muy de veras, de modo que la sangre corriese en hilos por la blancura de esas carnes. Como -212- anduviese rallando a su marido de día y de noche, y suspirando y llorando y quejándose de su mala voluntad, cogiola éste el rato menos pensado y le dio gusto de manera que aseguró su buen genio para algunos meses. -Algo valen cabezadas oportunamente dadas, dijo Sancho. ¿Y adónde va a parar vuesa merced con estos cuentos? -A que unas desean ser azotadas, y otras azotar: unas quieren de balde orejas de lechoncillo, otras orejas de escudero, y no muy caras. Mi mujer os ha visto, y se muere ya de ganas de mordéroslas y de asentaros dos o tres docenas de azotes en lo limpio». Sancho Panza, lejos de mostrar indignación, largó una carcajada y dijo: «Vuesa merced trueca los frenos; lo que ella quiere es ser azotada por un escudero de fama».
Sin hacer caudal de esta impertinencia de Sancho, don Benedicto Rochafrida, dirigiéndose a don Quijote, dijo: «Doce azotes, señor caballero, ¿qué son para uno que tiene que darse tres mil y trescientos por otro negocio? El que tiene dos orejas puede muy bien, me parece, dar a morder la una, sin mengua de su decoro ni cargo de conciencia». Don Quijote, que había estado escuchando atentamente, dijo a su escudero: «Cosa es de considerar despacio, Sancho hermano, y no tan digna de risa como piensas. Figúrate que ese párvulo intrauterino estuviese destinado a ser un famoso caballero andante, ¿no sería el non plus ultra de la inhumanidad y la cobardía dejarlo morir antes de nacido, porque un santo hombre llamado Sancho Panza se ahorrase doce miserables azotes? -Hasta los gatos quieren zapatos, respondió Sancho. Que me los dé yo por mi señora Dulcinea, cuando tenga tiempo y comodidad, no quiere decir que sea hombre de tocarme a un pelo por este alma de búho. ¡Arre allá, diablo!, escuderitos tenemos para todo: encantan a la señora Dulcinea, Sancho, azótate. Se les olvida el bálsamo de vomitar, Sancho, anda por él, ponte en manos de Juan Palomeque el zurdo, quien no hará sino mantearte. Ahora viene este zanguango con su pata de gallo: Sancho..., Sancho... Como a vuesa merced no le duele, anda poniendo mis carnes a la disposición de -213- todo el mundo. -Cálmate, buen Sancho, dijo don Quijote; de algún tiempo acá has levantado tu carácter, y todo lo vuelves pendencia, como si hubieras nacido para dar de comer al diablo. ¿A qué me traes el bálsamo de Fierabrás, el encanto de Dulcinea y otras cosas pertenecientes a nuestra historia? ¿Qué tienen que ver Juan Palomeque con don Benedicto Rochafrida, ni los mil trescientos con los doce que ahora te proponen? Si consientes en recibir los últimos, es cosa tuya: si has de cumplir tu obligación respecto de los primeros, cosa mía. Veremos si prevalece mi voluntad o la vuestra, señor jurisconsulto. Os llamáis a la corona antes de tomar el hábito; pues yo os haré ver que vos surtís mi fuero, y dejándome de contemplaciones apretaré la mano y se os volverá la albarda a la barriga».
Sancho vio la mar alta, pero no estuvo en su poder callar del todo. «A cuentas viejas barajas nuevas, señor don Quijote, dijo; y cuenta errada, que no valga. Mas diga vuesa merced: tras tantos azotes, palos, mantas y bálsamos endiablados, ¿cuándo será el ganar el reino que me tiene prometido? -¿No me ves con la mano en la masa?, respondió don Quijote. ¿Para qué piensas que es todo aquello sino para ganar ese maldito reino que te ofrecí en mala hora? Dormiré, dormiré, buenas nuevas hallaré: te estás ahí empollando huevos, y quieres que los reinos vengan a dar aldabazos a tu puerta. Tirante el Blanco de Roca Salada no hizo rey a su escudero Gandalín sino después de muchas y grandes pruebas de buena caballería. Muéstrame tú los gigantes a quienes has matado en mi servicio; cuéntame las cartas que de enamoradas señoras me has traído. Gandalín no fue señor de la Ínsula Firme sino después de haber salvado la vida a su amo y cortado la cabeza a la giganta Andandona. ¿Dónde están las Andandonas a quienes has cortado la cabeza? ¿Cuáles son las reinas Falabras a quienes has seguido lanza en ristre por volverme a la libertad? Allí te tienes cien años encantada a mi señora Dulcinea, asqueando, por hacerte el melindroso, esos tres mil trescientos pobres azotes, y quieres que en un día te haga yo gobernador, emperador y todo. Te cubrirás de Grande -214- de España en tiempo oportuno; luego serás Clavero mayor de Santiago, y de allí pasarás a la corona. -Grano a grano hinche la gallina el papo, dijo Sancho: si para ser rey no tengo sino que matar algunos gigantes, desde aquí pueden mis vasallos saludarme de Alteza.
-Ahora entro yo, dijo a su vez don Benedicto Rochafrida. ¿En qué quedamos respecto de la merced que al señor don Quijote tengo pedida? -Hermano advenedizo, respondió don Quijote, ¿estáis cierto de lo que debe ser, luce meridiana clarior est, para exigir en razón de ello actos extraordinarios y aun sacrificios de quienes no os conocen? Desde luego conviene saber si de veras sois casado; en seguida es preciso ver si los antojos de vuestra esposa provienen de la enfermedad sublime que constituye a la mujer madre del género humano, o son veleidades y regodeos de dueña antojadiza, cuyo gusto es atormentar y arruinar a su marido. Por último, conviene resolver si los antojos no satisfechos ocasionan el parto prematuro. ¿Creéis vos que si vuestra mujer amanece un día con gana de comerse el Ave Fénix, estáis obligados a ir por la posta a la Arabia Feliz? -Hasta mañana, hermano Benedicto, dijo el escudero. Vuesa merced sabe que de Dios nos viene el bien y de las abejas la miel. Nada es imposible en este mundo: allá lo veremos todo cuando el sol nos amanezca. -Si cumplís tan buenas intenciones, respondió don Benedicto, Dios os lo pague; si no, os lo demande». Y haciendo la mesura con la rodilla a don Quijote, salió sin añadir otra cosa. Tirose a la puerta Sancho Panza, echó la llave, apagó la luz, volvió a tientas a su cama, y quedó dormido.
-215-
Las nueve serían de la mañana cuando se oyó en el patio del castillo un gran tropel de caballos cuyas herraduras hacían en el empedrado marcial y alegre ruido. Eran los recienvenidos ocho o diez mancebos que acudían al torneo de don Alejo de Mayorga, jóvenes de esos en quienes está hirviendo la sangre, capaces de acometer la conquista del imperio del Catay, puesto que el fruto de la victoria sea una Angélica. Ninguno de los campeadores llega a los treinta años, andando como andan todos entre los veinte y los veinticinco, edad en que las pasiones descuellan y se levantan en forma de lenguas de fuego, consumiendo lo que tocan con ese dulce corrosivo que en la locura de los verdes años se suele llamar felicidad. Don Quijote salió como un brazo de mar y saludó a los estudiantes, inquiriendo con la vista cuál pudiera ser Pedro de Brecemonte, cuál Juan de Merlo, cuál el Señor de Bouropag, y así los otros caballeros a quienes pensaba mandar vencidos a presentarse a su señora Dulcinea del Toboso, como prendas vivas y testigos intachables de sus altos fechos y grandes caballerías. Pero a quien más buscó fue al rey Gradaso, porque tenía jurado desde muy atrás quitarle la espada Durindana, para lo cual era resolución en el pasar a la isla de Lipadusa, si faltaba aquel circaso a las justas del castillo. Andaba el caballero pompeándose entre la retozona muchedumbre, cuando sus pecados hicieron -216- que se le fuese el botón, cordón, gafete, o lo que haya sido, con que se atacaba las calzas, si no eran más bien agujetas. Flojo y desvencijado, se escabulló con menos tono y se fue a su aposento a ver de remediar la avería. Halló en el por fortuna a su escudero, a quien dijo: «¿Tienes un con qué peguemos este maldito corchete que ha esperado el mejor instante para irse? Encomendada sea al diablo la holgura que nos ofrece este desgracioso vestido con el que los pueblos cristianos han querido desfigurarse. En esto de comodidad y elegancia los turcos valen más que nosotros, y de buena gana dejara yo este feo aparejo por el hermoso manto de los árabes. ¿Por qué, noramala, nuestros padres, que todo lo tomaron de los romanos, desdijeron tanto de ellos en el traje y la compostura, tan nobles entre los antiguos, como varoniles y oportunos? Mira el casacón de armas imperial, llamado paludamento, cuánta gracia y majestad comunica a la persona del monarca: el manto de púrpura de los generales, cuando éstos lo tercian elegantemente por debajo del brazo: el laticlave de los senadores y magistrados, esa túnica magnífica cruzada por una banda de grana en la cual resplandecen gruesos nudos de hilo de oro. El péplum, hijo, el péplum, ese vestido admirable que concilia a las damas presencia y majestad de emperatrices. Todo tan amplio, tan garboso, tan señoril, que aun a la vista es ése el pueblo rey. Y nosotros metidos en estos veleros menguados, con botoncitos, ojalitos y otras jarcias ridículas. ¿Qué hubiera sido de mí ahora ha poco, si así como hacía de persona particular me viera en el furor de la batalla, o asido con una dama en un baile de corte? Malditos sean mil veces los inventores de los gregüescos, y llévenme a la moda en la cual nada había que ajustara ni se arrancara. ¿Tienes, digo, un con qué se pegue este demonio?
-Si las hilas y el ingüente, respondió Sancho, no han de faltar en las alforjas, hebra trae el advertido en donde puede». Y diciendo esto sacó de su boina, gorra o chapeo, que no lo sabe distinguir el historiador, si bien está por sospechar que lo que traía Sancho en la cabeza era caperuza; sacó, digo, un agujón -217- enorme, especie de sacafilásticas que asombró a don Quijote. «¡Bendito seas!, dijo el hidalgo: en caso necesario este instrumento te podría servir de arma ofensiva y mangonear de espadín, si no de espada. Oye, Sancho, no me digas ingüente, y manos a la obra, que según entiendo, debo ya proceder a revestir las armas para el torneo. ¿Eres curioso en esto del pegar y el remendar? -En manos está el pandero que lo sabrán bien tañer, respondió Sancho: despójese vuesa merced de esos buenos gregüescos y verá si entiendo o no del arte. -No es cosa, replicó don Quijote, de ponerse a sacárselos en este instante, que poco más o menos es de apuro. Llégate a mí y ve cómo te amañas a la operación, y despacha. -Soy del parecer, dijo Sancho, que la obra es imposible si no se me ponen en las manos esas buenas calzas. -Sea como quieres», respondió don Quijote. Y desenvainando esas pernezuelas, quedó el más bello de los mortales, al tiempo que una reverenda dueña, de tocas, se mostraba en los umbrales y huía incontinenti dando voces, escandalizada de lo que habían visto sus traidores ojos. «¡Yo te lo había dicho!, dijo don Quijote. ¿A qué me traes aquí esa dueña, guardacoimas sin honor? ¿Me haces desnudar a traición para ponerme en presencia de una mujer, la cual, por humilde y entrada en edad que sea, es hija de Eva en todo caso? ¿Qué noticia va a difundir por el castillo sino que me ha visto de los pies a la cabeza? -No dirá que hale visto a vuesa merced como le parió su madre, señor don Quijote; pues no habrá vuesa merced nacido con jubón de camusa, o yo se poco. -De tus obligaciones sabes poco, respondió don Quijote; de mentir y bellaquear sabes más de lo que piensas. Ande vuesa merced, señor Panza, con esos gregüescos, o juro por quien soy que la fortuna le ha de correr mal hoy día. -Iglesia me llamo», repuso el escudero dándose prisa, cuando se oyó hacia el patio el pregón de los farautes:
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-218-
Don Quijote, echando mano por su lanza, se disparó en un como furor guerrero, mientras Sancho le gritaba: «¿Adónde va vuesa merced de ese modo, señor don Quijote? Mire que allí hay señoras que no gustarán de verle medio cuerpo en cueros». Advirtiolo don Quijote, y volviéndose confuso, arrancó sus calzas de manos de Sancho, quien por dicha había acabado de reparar la lesión de esa elegante pieza. «¡Cómo en estos conflictos me pones, desleal escudero!, dijo. Los campeadores van a pensar que me doy largas; y aún han de decir que el preciado don Quijote se hace el enfermo cuando se le espera en la estacada. -No ha que morirse, señor don Quijote: como vuesa merced llegue a tiempo, ya verán por allí quién es mi amo. Si se cumplen mis deseos, no ha de quedar vivo uno solo de todos esos palafrenes. Abeja y oveja y parte en la egreja quiere para su hijo la vieja. -El diablo es de intrincado tu refrán, dijo don Quijote: no me los eches tan escabrosos, y menos en ocasiones tan peliagudas como ésta. No hay abejas ni ovejas, ni yo mato palafrenes, lego incapaz de todo aprendizaje. Esos a quienes voy a retar, acometer, vencer y rendir, no son palafrenes, sino paladines, com alguna vez me has oído. Tu memoria es un ruin depósito de ideas; los vocablos salen molidos y descuartizados, pervertidos y enmascarados por tu boca. Palafrén se llama el caballo manso pero bueno; tranquilo, pero airoso, de montar damas y princesas: paladín es el caballero probado en la batalla. Conque mira si voy a matar palafrenes o paladines». Vestíase y armábase, caballero al mismo tiempo que hablaba de este modo, y cuando estaba bregando con cierta hebilla traidora de sus escarcelas, faraute repetía en el palenque:
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